Actores
El cáncer y Ben Stiller
El actor ha publicado un artículo en el que confiesa que sobrevivió a un cáncer de próstata hace dos años y agradece su buena suerte al médico que le practicó el test de PSA (Antígeno Prostático Específico). Un asunto que le toca de cerca, al tiempo que fomenta un debate que no debería de servir como guateque de teorías delirantes o ataques «ad hominen»
El actor ha publicado un artículo en el que confiesa que sobrevivió a un cáncer de próstata hace dos años y agradece su buena suerte al médico que le practicó el test de PSA (Antígeno Prostático Específico)
Ben Stiller es un cómico inteligente que, según mi embrutecida opinión, acostumbra a funcionar mejor de forma retrospectiva: sus «gags» mejoran cuando alguien los rememora en un bar. Muchas de sus películas me aburren más allá de los primeros quince minutos, pero acostumbran a provocarme carcajadas cuando alguien las recuerda frente a una barra, e imagino que siempre ayuda el gracejo de quien las cuenta. Me sucedió con la más venerada de entre las suyas, «Zoolander», y algo menos con «Zoolander 2». Buenas ideas al servicio de una innegable vis cómica que un guión alérgico a la mala baba acaba siempre por fastidiar. Hay un momento en toda película de humor en el que conviene decidir si la taquilla justifica los chistes y si conviene rebajar el humor negro en pos de ese sector del público alérgico a la heterodoxia brutal, la parodia salvaje, la irreverencia sin vacunas o el sarcasmo más ácido.
Pero no es el cine de Stiller lo que le trae hoy a estas Hogueras, sino el artículo que publicó el otro día. Un texto inteligente, ligero sólo en apariencia, en el que confiesa que sobrevivió a un cáncer de próstata en 2014 y agradece su buena suerte al médico que le practicó el test de PSA (siglas, en inglés, de Antígeno Prostático Específico). Hasta aquí, bien. ¿Seguro? Pues según quien opine, por cuanto los resultados del PSA no son, ni de lejos, concluyentes; puede producir falsos positivos; en demasiadas ocasiones pacientes que no lo necesitaban sufrieron un tratamiento altamente invasivo, que incluye cirugías, quimio y radioterapia; unos tratamientos que acarrean riesgos no siempre justificados por la lentitud con la que avanza este cáncer y la alta posibilidad de que el PSA puntúe alto en los tests por causas ajenas a la existencia de un tumor.
Se lo explicaba al «Huffington Post» el doctor Otis Brawley, director de la Sociedad Americana del Cáncer: «La amarga verdad es que incluso dándose las mejores condiciones, con exámenes muy cuidadosos, algunos hombres seguirán muriendo de cáncer de próstata. De ahí que ninguna organización médica importante recomiende los chequeos sistemáticos de todos los hombres. El test de PSA puede ser útil, pero no es perfecto, en absoluto». Stiller, que tituló su pieza «El test del cáncer de próstata que me salvó la vida», menciona esas y otras objeciones en su artículo, e insiste en que «si mi médico hubiera esperado hasta cumplir los cincuenta, tal y como recomienda la Sociedad Americana contra el Cáncer, no hubiera sabido que padecía un tumor hasta dos años después de que fui tratado. Si hubiera seguido las recomendaciones de la Oficina de Servicios Preventivos nunca me hubiera realizado el test y no habría sabido que tenía cáncer hasta que hubiera sido demasiado tarde para tratarlo con éxito». En definitiva, reconoce el riesgo de la sobreactuación, le inquieta que un médico hipocondriaco o, ay, codicioso, provoque un sufrimiento innecesario, pero advierte, con legítima razón, que en su caso, y quién sabe si en otros muchos, el test contribuyó a salvarle.
Por supuesto que la experiencia de un individuo no puede guiar las recomendaciones sanitarias de todo un país. A Stiller lo critican quienes empatizan con su situación y quienes lo acusan de provocar una injustificada alarma. Incapaz de opinar en un terreno acotado para especialistas, resulta imposible no sentir admiración por la valentía de un tipo al que las fieras de internet ya pasean por sus repugnantes fosos. La furia que anima ciertos comentarios, y el subsiguiente debate entre analfabetos, me anima a soñar con un mundo en el que la gente, yo mismo, no exhibiera con tanta frívola facilidad sus opiniones su inquina, su desvergüenza, su envidia, su ira digna de mejores causas. Stiller, equivocado o no, ha escrito de un asunto que le toca de cerca, al tiempo que fomenta un debate que no debería servir como guateque de teorías delirantes o ataques «ad hominen». Corresponde a urólogos y oncólogos darle la razón o enmendarle la plana, reevaluar sus estrategias o descartar la posibilidad de universalizar el test. El resto estaríamos monísimos si permanecemos cinco minutos con la boca y el Twitter chapados mientras hacemos cruces para que en la próxima visita al médico no nos veamos en la inquietante tesitura del actor. ¿Qué tal si nos abstenemos de hacer el cernícalo y juzgar con facilidad a nuestros semejantes, rechazamos por imbéciles las teorías conspirativas, y de paso nos felicitamos porque Stiller todavía está a tiempo de hacer esa gran película que su talento, innegable, le debe a la historia del cine?
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