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Lola Montes, la impostora desenmascarada
Cristina Morató redescubre en una biografía la apasionante figura de esta mujer que decía ser española aunque era irlandesa, que conoció la India, enamoró a reyes, inspiró a músicos, cautivó a la sociedad literaria parisina y viajó a EE UU, donde conoció la fiebre del oro y triunfó en los escenarios neoyorquinos. Una vida trepidante acuñada con los mimbres oportunos de una identidad falsa
Cristina Morató redescubre en una biografía la apasionante figura de esta mujer que decía ser española aunque era irlandesa, que conoció la India, enamoró a reyes, inspiró a músicos, cautivó a la sociedad literaria parisina y viajó a EE UU
La modernidad fue ella. En un mundo donde los hombres y las mujeres aceptaban resignados el destino, fuera feliz, triste, afortunado, desdichado, inusual o privilegiado, que se les entregaba al nacer, ella decidió romper las caducas normas decimonónicas de aquella Europa entre revolucionaria y palaciega, renunciar a su nombre, sus apellidos y su origen –que en ese tiempo era casi como abjurar de tu sangre, o sea, un pecado capital o algo cercano a una blasfemia de complejísimo perdón–, y acuñarse la personalidad que deseaba, la que le venía en gana o la que más le convenía desoyendo el molesto runrún de las habladurías y los cotilleos, y otras tantas voces ladinas y críticas que conjuraban a su alrededor. Lo rompedor jamás ha sido teñirse el pelo de verde, un asunto para lo que únicamente se necesita una peluquería o un poco de habilidad, sino hacer lo que uno quiere, vaya o no contra lo imperante, forjarse el carácter que se desea y, por supuesto, vivir el sino que uno ambiciona y no el que dictan las costumbres, la sociedad o el infierno que siempre representan los otros.
La Divina Lola, Lola Montes, bailarina, actriz, escritora de éxito y célebre cortesana, no era española. Se llamaba Elizabeth Gilbert y vio el sol por primera vez en Irlanda, que, por supuesto, sería un sol tibio, tirando a mortecino. Para huir de su madre, una mujer de sinuosas aristas, aceptó un matrimonio que la condujo a Calcuta y Dinapore y que desembocó en un fracaso que le dejó la consecuente partitura de secuelas sociales y emocionales. «Me encontré con ella cuando escribía “Viajeras intrépidas y aventureras”. Era una figura que estaba cruzando el Istmo de Panamá en 1853. No fue una travesía fácil entonces, así que inmediatamente supe que estaba enfrente de una mujer excepcional. Entonces me enteré de que era una falsa española», comenta la escritora Cristina Morató, que ha publicado la biografía de esta controvertida mujer, que todavía pervive en la memoria nimbada por un halo de leyenda, que enamoró a Luis I de Baviera, algo así como el Cary Grant de la época, y cuya imagen late en construcciones mitológicas de fuerte raíz cinematográfica como es «El ángel azul», aquel filme que Josef von Sternberg rodó en 1930 con una Marlene Dietrich en su apogeo tanto sensual como erótico.
Transformación
En un mundo poco habituado a conceder segundas oportunidades, lo que no ha cambiado demasiado, Elizabeth Gilbert, marcada por el escándalo de su matrimonio roto y también por un rocambolesco asunto en un barco, decide transformarse en Lola Montes. La actriz Funny Kelly la recibió en el número 73 de Dean Street. En esa Inglaterra de corsé victoriano, la interpretación estaba reservada para «mujeres de mala vida». Pero la supervivencia es un instinto más poderoso que cualquier etiqueta social. Gilbert, sin pensarlo dos veces, se lanzó en brazos de esta suerte. Su profesora fue clara con ella desde el principio:
–No has nacido para ser actriz, pero mírate, eres preciosa, tienes un cuerpo proporcionado, unas piernas largas y moldeadas... deberías probar con la danza.
–Tengo 21 años. Creo que soy demasiado mayor para iniciarme en la danza clásica.
–No, querida, hablo de aprender danza española.
Este diálogo, que por su ironía podría incluirse en cualquier novela de género negro, resultó determinante para ella. Significaba que la vida de Elizabeth Gilbert terminaba y nacía Lola Montes. «Aprendió español. Aquí es donde ella desapareció durante un tiempo. Me encantaría saber dónde estuvo... Yo creo que vino a España, que pudo permanecer durante una temporada en Cádiz, que aprendería a bailar flamenco y que, quizá, durante esta época, encontró su nombre», explica Cristina Morató.
Lo importante es, como en el mejor Hollywood, que había surgido una estrella. No bailaba bien, pero improvisó un número picantón, con un punto salaz, el baile de la araña, que resultó un éxito, haciendo válido eso de que a veces el carisma vale más que el arte. Con su nombre como avanzadilla recorrería diferentes cortes y países donde enseguida encontraba una nutrida corte de admiradores. «Debía tener una conversación interesante, cautivadora, para que atrajera a tantos hombres y se la admitiera en un círculo de París donde había personas como Dumas, Balzac o George Sand», comenta Morató.
Cuando la desenmascaraban o le alcanzaba el rumor de un escándalo, hacía las maletas y se marchaba a otro lugar lejos del eco de su impostura y sus polémicas. De esta manera llegó a la ciudad de Múnich y conoció a Luis I de Baviera, que tenía fama de conquistador y que quedó fascinado por una mujer que le hablaba como si fuera un tipo corriente y no una testa coronada. Ella, de piel blanca y cabellos oscuros, intrépida, que rompía los cánones extendidos, captaría la atención de este hombre que incluiría su retrato en una de sus estancias de palacio, en su particular galería de bellezas, una habitación con cuadros de mujeres guapas, algunas de las cuales habían llegado a ser sus amantes. El vendaval revolucionario de 1848 se llevaría consigo este romance y obligaría a Lola Montes, a la que se le señalaría en Baviera de todos los males y vicios que arrastraba el trono, a saltar al Nuevo Continente.
Una cabaña de madera
Si Lola Montes tuvo que recurrir a la mascarada, al disfraz social para ganarse la vida –era alguien de un tremendo pragmatismo para asuntos pecuniarios–, en Estados Unidos, que era un país de diferentes coordenadas sociales, arrojó al mar su impostura y lo hizo con el mismo desdén con el que una diva tira a la basura un anillo de diamantes. En ese país fue feliz. En esa nación, aún joven, el pasado de uno no importaba. Sólo lo que cada uno pudo hacer. Vivió durante una larga temporada rodeada de enérgicos mineros sudorosos, de esa prole de desgraciados que hipotecaban su alegría al azar de hallar unas cuantas pepitas de oro en el cauce de cualquier riachuelo. Ellos, los mineros, la amaban. Y Lola descubrió que era feliz sin maquillaje ni terciopelos ni oropeles ni armiños variados, y que la auténtica dicha se semejaba a una cabaña de madera y convivir con un oso grizzly de saneados modales sociales (aunque al final lo tuvo que vender). Por fin su nombre no importaba. Podía usar el que quisiera. Hizo de su biografía un montaje para el teatro, un espectáculo para Broadway. Triunfó. Ganó dinero. Comenzó a dar conferencias y llegó a ganar con ellas más dinero que el propio Dickens. Cristina Morató, que reconoce «que me van las impostoras», no cuenta su final. Es una sorpresa. Probablemente como la vida de una mujer que quiso serlo todo para acabar siendo ella misma, aunque fuera en Estados Unidos.
Del teatro al éxito en las librerías
Nadie lo hubiera anticipado en sus orígenes. Pero Lola Montes acabó convirtiéndose en escritora. Sus consejos de belleza fue uno de los primeros «best seller» que escribió una mujer. Llegó a vender alrededor de 70.000 ejemplares, pero en 1858, lo que es, sin ninguna duda, un verdadero éxito. En estas páginas, Lola Montes contaba cómo había que cubrir las canas, remedios para mantener terso el cutis, y anticipaba una fórmula hoy muy extendida: la importancia del ejercicio físico y una cuidada dieta para tener una belleza duradera. No cabe duda, Lola Montes fue una pionera en muchos aspectos. Sin ser feminista, con su ejemplo y su voluntad para salir hacia adelante sin dejarse llevar por los reveses, resultó ser una auténtica feminista. Cuando la reclamaban para dar conferencias, hablaba de ella en tercera persona, como Julio César. Jamás perdió su intuición escénica ni su célebre generosidad. Acabó dando consejos a prostitutas para que no se perdieran y lucharan por ellas.
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