Televisión
La televisión, un artículo de lujo
Bastaban dos canales, y 15.000 pesetas, para enseñarnos un mundo paralelo en el que triunfaban «Los vengadores», «Misión imposible» e «Historias para no dormir»
Bastaban dos canales, y 15.000 pesetas, para enseñarnos un mundo paralelo en el que triunfaban «Los vengadores», «Misión imposible» e «Historias para no dormir».
Había una postura corporal que los españoles desconocían en 1967: estar sentado o recostado en el sofá con el brazo extendido mientras un dedo pulsa compulsivamente los botones de un aparatejo que hoy conocemos como mando a distancia. Entonces era un objeto prescindible porque no había 150 canales de televisión como ahora. Con dos cadenas –y la carta de ajuste, que daba mucho juego a los insomnes– teníamos bastante. ¿Quién nos iba a decir que pasadas cinco décadas podríamos ver la televisión incluso sin tenerla por las prestaciones de los teléfonos inteligentes y las tabletas? En aquellos años las únicas que conocíamos eran las del chocolate Nestlé.
El televisor era un artículo de lujo. No era para menos. Un modelo puntero de Telefunken costaba entre 14.000 pesetas, de 19 pulgadas, y unas 25.000 si era de 23. Luego estaba el pequeño detallito de la antena. En 1966, RTVE inició la emisión en pruebas de su segundo canal, el UHF,–«uachefe» en términos coloquiales. Aún recuerdo a mi padre subido a la azotea del piso girando la antena, al tiempo que lanzaba los cables por el patio de luces, para intentar sintonizarlo. A pesar de esos inconvenientes, las ventas progresaban adecuadamente. Si se cerró 1966 con 2 millones de unidades vendidas, en 1968 ya se alcanzaban los 4. ¿Qué veíamos? El 24 de julio en la primera cadena, en la sobremesa emitían «Los vengadores», una serie británica que aunque se veía en blanco y negro nos parecía que se retransmitía en color de lo «cool» que era, aunque en esos tiempos se calificaba como «molona». La serie era como un viaje a un futuro que en algún sitio nos estaba esperando. El protagonista era el distinguido agente secreto John Steel –parecía un pariente lejano de los aristócratas de «Dowton Abbey»–, interpretado con la característica flema inglesa de Patrick Mcnee, y su asistente Emma Peel, que tenía la percha de una actriz llamada Diana Rigg. No sé por qué Rigg no les entusiasmaba a los varones del momento. Tal vez porque su belleza no era tan obvia como la de las suecas. Se la apreciaba sexy sin necesidad de llevar un biquini y sobre todo vestía de una forma muy sofisticada. Además de la minifalda se enfundaba en unos «catsuits», una prenda ajustada que iba desde los tobillos hasta el torso y los brazos, por lo que sugería más que mostraba. Era una de las múltiples interpretaciones del «Swinging London» que a nosotros nos sonaba a chino.
Tampoco puede caer en el olvido una serie como «Misión imposible», con Peter Graves, todo un tiarrón, y Leonard Nimoy. De nuevo espías estadounidenses luchando contra la pérfida Unión Soviética y sus satélites y un detalle que a los niños nos encantaba: la cinta donde detallaban los entresijos de la operación se autodestruía en pocos minutos. Era la bomba, aunque ahora mismo se lo enseño a mi sobrino Adrián de cinco años y lo mínimo que hace es enterrarme en la arena de la playa, pero para siempre cual vestigio prehistórico.
El producto nacional patrio era diverso. «Escala en Hi-Fi» ya necesitaba respiración asistida –finalizó en septiembre de 1967– pero aún seguía Mochi presentándolo como la primera vez. Aunque hoy se vea como una producción del subdesarrollo –la ignorancia es muy audaz–, cantantes y artistas –Karina, Juan Pardo, Luis Varela– interpretaban temas en «playblack» en lo que dicen que fue un embrión del video-clip.
Sería de descastados olvidarse de «Historias para no dormir», de Chicho Ibáñez Serrador. Su presentación, con el sonido de una puerta con unas bisagras que necesitaban 3-En-Uno y ese chillido, multiplicó la venta de pañales por la incontinencia urinaria a causa del miedo. Como compensación nos descubrió a maestros de terror como Ray Bradbury y Edgar Allan Poe, Henry James y Guy de Maupassant. Sin darnos cuenta estábamos asistiendo a uno de los programas más vanguardistas de la historia de la televisión, un clásico contemporáneo. Su elenco era también para enmarcar con actores que hoy son desconocidos para las nuevas generaciones como Carlos Lemos, Luis Prendes, Fernando Delgado, Joaquín Dicenta y, por supuesto, el padre que engendró a Chicho, Narciso Ibáñez Menta.
Y en el baúl de los recuerdos de cada cual también persiste «La casa de los Martínez», con Julita Martínez, y ese tándem cómico que formaban Florinda Chico y Rafaela Aparicio. ¿Quién no querría tener ahora una tata como Aparicio? Era una familia aparentemente convencional, aunque ya se intuía el conato de algunos enfrentamientos generacionales. Y también fue pionero: cada semana invitaban a un famoso al que le entregaban las llaves de su hogar. Sinceramente. ¿No les recuerda a «Mi casa es la tuya», el espacio de entrevistas de Bertín Osborne? Si es que la televisión, con sus avances, tiene tendencia a retroalimentarse.
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