Gastronomía
Sacha Hormaechea: «La sobremesa está en peligro de extinción»
Aunque creció entre sartenes, cazuelas y fogones, estudió fotografía y se aficionó al cine antes de convertirse en un referente de la escena gastronómica. No sigue las modas culinarias y su mayor influencia le viene de Arzak, «sin el que no se podría contar la historia de la cocina».
Aunque creció entre sartenes, cazuelas y fogones, estudió fotografía y se aficionó al cine antes de convertirse en un referente de la escena gastronómica. No sigue las modas culinarias y su mayor influencia le viene de Arzak, «sin el que no se podría contar la historia de la cocina».
Sacha es hijo de Carlos Hormaechea y Pitila Mosquera. Fue a principios de los 70 cuando inauguraron Botillería y Fogón Sacha. Sí, nuestro entrevistado crece entre sartenes, cazuelas y aromas. Sin embargo, estudió fotografía y se aficionó al cine antes de convertirse en un referente de la escena gastronómica tan dada a seguir los tumbos de las modas. Las mismas a las que este madrileño de 57 años no hace ni caso. De ahí que hayan pasado 46 desde su inauguración gracias al buenrollismo que se respira. También, el haber evolucionado con respeto al pasado. Lo celebramos con un brindis. Sacha sirve un par de copas de Remírez de Ganuza, un vinazo. Para comer, comenzamos con un plato formado por brevas y jamón. Un plato delicioso en una terraza maravillosa.
–¿Qué tiene de canalla este plato?
–Que es un bocado que divierte, que tiene las pretensiones de un gran amigo. Platos canallas son los que me identifican. Nos encontramos en una ciudad en la que la primavera llega por los medios de comunicación y por la publicidad, no porque la sientas. Por eso, a veces, hay que forzar las cosas y traer la costa aquí. No es que los platos no tengan profundidad, lo que no tienen es seriedad. No pretenden pasar a la historia, sino hacer pasar un momento agradable al comensal.
–Su padre fue director creativo de una agencia de publicidad y realizador en RTVE. Usted, un apasionado de la fotografía y del cine. ¿Qué le aportan ambas disciplinas para ser mejor cocinero?
–La capacidad de analizar y pensar. El cine cuenta una vida. La fotografía la inmortaliza y la cocina, la crea. En mi juventud debía ser insoportable. Por eso, mis padres me pusieron a trabajar aquí. Con el primer dinero me compré una máquina de escribir. Con el segundo, una cámara y con el tercero, me fui a limpiar el laboratorio de Cambio 16 y a aprender la profesión.
–Y, cámara en mano, se colaba en las mesas redondas que celebraba el Grupo Gourmets a mediados de los 70, a las que asistían Juan Mari Arzak, Pedro Subijana y Paul Bocuse, entre otros maestros.
–Conocí a una generación de cocineros fantástica que ya no eran bárbaros del norte, sino tipos cultos a los que les gustaba la música, leer, salir a ver mundo y crecer. En aquellos años la de cocinero no era una gran profesión. Si decías que eras fotógrafo, sí ligabas.
–¿Y quién le influyó?
–Arzak fue el maestro de todos. Sin él no se podría contar la historia de la cocina. Es quien hace que a todos les parezca que un cocinero es un magnífico personaje. La gran revolución de la cocina la protagonizaron los que no ocultaron sus conocimientos, sino que los compartieron. El movimiento lo termina Ferran Adrià y la transforma, pero hay mucha historia detrás.
–Dígame, si estas paredes hablaran, ¿qué les haría callar?
–Tengo numerosísimos recuerdos. Yo protagonizo la anécdota mítica del restaurante. No conozco ningún otro en el que los clientes hayan tenido que llamar a la Policía para echar al dueño. Esto es una taberna ilustrada, como decían los antiguos, en la que se ha hablado más que comido. Y eso es bueno.
–En estos 46 años, ¿ha recibido algún comensal que le haya dejado sin habla?
–El director de fotografía Néstor Almendros; no me esperaba su visita. Lo mismo que el día en que me encontré de frente con Jacqueline Bisset. No daba crédito. Me quedé mudo. Era de esas personas que me hubiera encantado conocer e hice una cosa que hago frecuentemente: el ridículo. No fui capaz de decir nada. He visto casi todas sus películas, incluida «¿Quién mata a los grandes chefs?».
–¿Tanto postureo se está cargando las tabernas centenarias?
–Nos lo estamos cargando nosotros al no ir a ellas.
–¿Por qué se mide el nivel gastronómico de una ciudad más por el número de restaurantes con estrella Michelin que por la cantidad de buenas casas de comidas, tabernas y bares?
–Nos falta madurez. Es como cuando eres un imberbe y en el colegio solo te gustan las chicas guapas. Las casas de comidas ya se perdieron cuando surgieron los manteles y las copas de cristal. La moda en la cocina es algo que existe desde hace tiempo. Sin embargo, no llegaba a tantos porque no se había convertido en parte de nuestro ocio, como sí ocurre en el siglo XXI. Somos unos recién llegados.
–¿No tiene la sensación de que muchos espacios están cortados por el mismo patrón?
–Todos aportan unas cocinas nuevas. Entre ellas, solo algunas se quedarán. Debemos dejar que los comensales disfruten. Nuestra gran cocina tradicional existía sólo en fechas señaladas. Era monótona y de subsistencia. Vivimos en una sociedad en que todo se parece. Quien hace una carta diferente generalmente no le funciona.
–¿Qué le pide a una barra?
–Que tenga personalidad, que sea absolutamente canalla. Que me encuentre en ella cosas que me gustan y otras que no y que me dé la sensación de que estoy en un mundo que no se parece a ninguno.
–Y, ¿dónde le ocurre esto?
–En La Venencia. No permiten a los clientes hacer fotos ni dejar propina. Subsiste al lado del Chuka Ramen Bar. Cómo no va a ser divertido beberte una manzanilla, un palo cortado, un amontillado o un fino y comerte un ramen. Esa es la grandeza de una ciudad en la que también existe, por ejemplo, La Taberna Asturianos, con doña Julia al frente, en la que te puedes tomar unas verdinas, unas sardinas y un escalope con unos vinos estupendos.
–¿Le enervan quienes se preocupan de hacer buenas fotos de los platos más que de comerlos?
–Si alguien me pide que le atienda con el móvil en la mano y me hace esperar porque está mandando un mensaje, me voy a la cocina y no vuelvo. Yo hago fotos de platos y lo entiendo, pero no puede ser la prioridad. A una pareja hace unos días les corté el wifi del restaurante. Durante el tiempo que estuvieron aquí ni habían atendido lo que les había explicado ni habían hablado entre ellos. Nosotros podemos hacer algo que no pueden las redes, que es dar de comer. Imagínate la sensación que le dejaría a un cliente que viniese a esta casa, supiese que yo estoy en la cocina y que le preguntase por WhatsApp qué quiere comer y que no saliese a saludar. Pensaría que soy un gilipollas, y con razón.
–¿La sobremesa está en peligro de extinción?
–Sí. El «fast food» nos ha dejado algo terrible, la inmediatez. Que una de las características de un restaurante sea la rapidez con la que sirve es terrible. Las modas traen cosas buenas y otras que son para sonreír. Por ejemplo, la tendencia de la cocina kilómetro 0, procedente de Estados Unidos, sigue los dictados de cómo cocinaban nuestras abuelas. Sobre los restaurantes clandestinos, de ellos ya escribían Lope de Vega, Quevedo y Cervantes. Se llamaban Bodegones de puntapié.
–¿Y la tapa es el bocado «made in Spain» más copiado en el globo?
–Es la comida lúdica adulta mejor del mundo. Son un concepto de comida. Nosotros vamos de tapas y luego comemos. La tapa es la no negación de la comida.
–¿Cuál no se cansa de comer?
– Las que llevan sardinas.
–¿Qué cuenta una sardina a un cocinero como usted?
–Que el lujo existe sin necesidad de brillantes.
–Usted que viaja tanto, ¿con qué se le cae el alma a los pies al ver?
–Con lo poco que se conoce la cocina española en el mundo. Hay algo que falla: cuando viajas no te encuentras ni un restaurante español.
–Presumimos de lo contrario...
–Fuera no nos conoce ni Dios y a nuestra despensa, menos. No es normal que España sea una de las potencias turísticas más importantes del planeta y que no sea capaz de vender su producto.
–Cocíneme una solución.
–Montar una serie de lugares agradables que luego evolucionen en otros más grandes. Martin Berasategui es el cocinero que tiene la capacidad de hacerlo y dejarnos a todos epatados. Pronto conseguiremos que nuestra cocina sea importante fuera porque la de cocinero es ya una profesión y no un oficio.
–Si desapareciera, ¿dónde le encontrarían?
–En mi casa de Segovia. Allí es donde disfruto parte del verano y donde me gusta leer, cocinar, compartir y recibir. Celebramos la fiesta «del traje». Nos reunimos en el pueblo y todos llevamos algo de comer. Todo el mundo espera a ver qué cocino. Es uno de mis días preferidos del verano.
–¿No es, entonces, carne de cañón del chiringuito de moda?
–En esta profesión en el verano es cuando empieza todo, es cuando nos dedicamos a pensar cómo va a ser el resto del año. Cierro 25 días en agosto y en ese tiempo intento estar con mi gente.
–¿Qué es lo primero que mete en la maleta?
–Algo para regalar. Tengo la misma bolsa desde hace 15 años. Me sirve para un fin de semana, para una boda o para establecerme un mes en un sitio. Llevo lo imprescindible porque si de repente te va a recibir el presidente del Gobierno siempre habrá algún sitio en el que comprar un traje.
–¿Qué haría para que la situación de los becarios sin remunerar no caiga en saco roto?
–Si una de nuestras grandes industrias es el turismo, deberíamos tener las mejores escuelas de formación del mundo. Los cocineros están infinitamente mejor formados ahora que hace 30 años porque la formación les pillaba a 200 kilómetros de casa. Si hemos tenido esa opción, cerrarla sería absurdo. Que lo regule quien lo tenga que hacer, pero no podemos negar la capacidad de transmitir conocimientos.
–¿Le quita el sueño no poseer una estrella Michelin?
–Al revés. No me gustaba que me calificaran cuando era estudiante y ahora menos. Creo que es un juego en el que prefiero no entrar.
–Su hija vivió el atentado de Niza el año pasado.
–Sí, no le pasó nada, aunque lo sufrió. Yo viví tres de ETA y uno me pilló. El problema radica en que a alguien le parece racional esta barbarie.
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