Ángela Vallvey
Palma y la fantasía de las cuevas del Drach
Para Rubén Darío las Baleares significaban la quietud. En Mallorca hay mucho que ver enterrado en su subsuelo, donde las estalactitas aumentan medio centímetro por siglo
Para Rubén Darío las Baleares significaban la quietud. En Mallorca hay mucho que ver enterrado en su subsuelo, donde las estalactitas aumentan medio centímetro por siglo.
Rubén Darío, que se quedó prendado de estas islas, identificaba Palma de Mallorca con la quietud. Una ciudad de oro, decía. Es verdad que los tiempos la han cambiado, pero en Palma aún continúa brillando un misterio de calma insondable en el cristal de su mar. De Palma hay mucho que disfrutar, en especial del barrio de la Almudaina, y de la catedral Santa María de Palma, que los lugareños conocen como «la Seu»: situada en la bahía, el mar le sirve de plazoleta delantera. Dicen que es la única catedral del mundo que proyecta su reflejo sobre el agua del mar. Se mira en el Mediterráneo como una muchacha coqueta en un espejo.
Por las calles, andando sin prisas, se pueden saborear las fachadas de numerosas casas nobiliarias, que parecen sacadas de un escenario situado en un tiempo inconcreto y fantástico. Las nubes están inmersas en su particular juego de tronos celestes, y la piedra por las calles es un óleo cárdeno y ámbar que descompone la luz en partículas de fuego. El azul celestial, que decía el poeta, lo invade todo. La acuarela de Palma es opulenta, radiante y feliz.
Recomiendo hacer una excursión hasta las increíbles cuevas del Drach, unas grandes cavernas situadas en Manacor, cercanas a Porto Cristo. Manacor es propicio a tener hijos de la villa que se convierten en ilustres deportistas. Tenistas, ciclistas, gimnastas famosos... El paisaje isleño de acebuches es una marina que guarda secretos enterrados en su subsuelo.
Además de las cuevas del Drach, encontramos las Cuevas dels Hams, que han sido iluminadas y ofrecen hoy a los turistas un espectáculo multicolor con bombillas led. En el llamado lago subterráneo Mar de Venecia, un juego de música y luces entretiene al visitante con su irrealidad industrial de colores luminosos que se atreven incluso a recrear el Big Bang.
Visité las cuevas del Drach siendo adolescente y me causaron una impresión turbadora. La Cueva Negra, la Cueva Blanca, la Cueva de Luis Salvador y la Cueva de los Franceses, se encuentran conectadas entre sí, forman un mundo espectacular húmedo y oscuro, donde los colores se han sumergido en un universo paralelo lejos de la luz. Ahí abajo todo crece lentamente, las estalactitas aumentan medio centímetro por siglo. El mineral no tiene prisa. El lento goteo interminable ya conoce la eternidad, conjuga los verbos del infinito. El espacio parece inmenso y a la vez recogido. Para unos ojos jóvenes, hay monstruos y hadas excavados en piedra que fruncen los labios con un mohín de disgusto cuando las barquitas iluminadas pasan por su lado. Las formas son increíbles, simas y oquedades se subdividen en maravillas puras y extrañas. Es un trabajo del agua del mar Mediterráneo que ha venido elaborándose desde el Mioceno. Se han necesitado millones de años, y de gotas de agua, para crear esta fantasía de formas caprichosas, un mundo travieso que perfora la tierra, cuyo trabajo no se detiene jamás...
Las cuevas descienden hasta una profundidad de 25 metros, buscando el corazón caliente de la tierra. Alcanzan casi los 2 kilómetros y medio de longitud. El tiempo es oro en ellas. Pero es tanto el tiempo que acumulan en sus estalactitas que podría decirse que el tiempo aquí, a la vez, no vale nada. Recuerdo la impresión que me dejó ese espectáculo natural de sombras tenebrosas, de aguas tan quietas que parecían espejos construidos por duendes submarinos en las noches oscuras, a lo largo de los siglos. Y es que, en la piedra tallada por el agua, se ven formas de seres que no existen, de quimeras en cuyos ojos sobrehumanos también brillan lágrimas.
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