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Pasó hace mucho la era dorada de los Carmelitas de la Santa Faz, la secta ultra que se instaló en la pedanía utrerana de El Palmar de Troya bajo el liderazgo carismático de Clemente Domínguez, un astigitano que era conocido en ciertos ambientes como «La Voltio» antes de investirse papa herético con el nombre de Gregorio XVII. «Me voy a Sevilla inmediatamente, / mi chica es devota del Papa Clemente. / Vestida de negro hasta los tobillos / observo, orgulloso, su look tridentino», cantaba Siniestro Total en los años de apogeo de la orden. Su segundo sucesor, exclaustrado por amor carnal hacia una monja que se dejó retratar en pelotas para Interviú –se autodefinió «la Mata Hari del Palmar» esta antigua monitora de esquí de Sierra Nevada–, allanó el otro día la catedral desde la que ejerció su ministerio para tomar prestados algunos efectos de valor. Está la pareja tiesa como una palanqueta y pensaron que los metales nobles fundidos para elaborar los enseres sacros podrían sacarlos del apuro. En el forcejeo con un vigilante, Gregorio XVIII –con ese alias reinó sobre los palmarianos cuando falleció Pedro II en 2011– recibió alguna puñalada con un cuchillo presuntamente por él blandido que le había sido arrebatado, lo que no deja de ser un bochorno para alguien que fue militar antes que clérigo. El episodio es risible, casi berlanguiano, pero nos traslada a una Andalucía con tintes de costumbrismo negro que todavía subyace bajo la rabiosa modernidad en la que pretendemos chapotear. Y que es tan real como los vanguardistas «show cooking» que organizan nuestros chefs más reputados o las «startups» locales que compiten sin sonrojo con las compañías de Silicon Valley. Tenemos ahí al lado a una numerosa comunidad de fieles que adora como santos a Mussolini y a Don Pelayo. Tócate los pies.