Reino Unido
Boris y yo
Va para doce años que este servidor de ustedes emborrona (casi) a diario las páginas del presente papel. En aquel otoño de 2007, el mundo era definitivamente otro: ni siquiera había quebrado Lehman Brothers, la primera de las mil burbujas que, al estallar, propició el Big Bang financiero del que aún padecemos las consecuencias. Menos de una semana después del primer artículo, sería el quinto o el sexto de una serie que excede con mucho las cinco mil entregas, vino a cuento mencionar una frase del entonces alcalde de Londres, un señor estrafalario llamado Boris Johnson que había saltado del reporterismo comunitario en Bruselas a la primera línea del euroescepticismo, una corriente de la política inglesa tan vieja como los gorros vertiginosos de los guardias de Buckingham Palace. La cita tenía que ver con la regulación del tráfico y estaba ya impregnada del cinismo que destila este personaje del todo atrabiliario, pero el recuerdo no está relacionado con el qué sino con los quiénes: lo lejos que ha llegado en este tiempo, nada menos que al 10 de Downing Street, mientras que yo sigo confinado en la misma esquina del mismo periódico. No es que uno se queje de la vida que lleva, desde luego, es simplemente la constatación de cuán atinado es el aserto de Marián Rojas, autora del best seller «Cómo hacer que te pasen cosas buenas», cuando afirma que las personas se dividen en dos clases, las que propician los hechos –el Premier británico– y los que miramos para, en el mejor de los casos, hacernos algunas preguntas. Muchos, ni eso. Y sí, la peripecia vital de Boris Johnson plantea cuestiones diversas que pueden resumirse en una: «¿Cómo coño ha sido posible que Gran Bretaña haya caído tan bajo?». Es un país, en verdad, empeñado en ponernos las cosas difíciles a los anglófilos del mundo.
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