Literatura

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Javier Sádaba: «Una de las razones por las que dejé de creer en Dios fue el Athletic de Bilbao»

El pensador vasco plasma en «Memorias desvergonzadas» su itinerario vital y profesional. Reivindica a Wittgenstein como el gran genio del siglo XX

Javier Sádaba / Manuel Olmedo
Javier Sádaba / Manuel Olmedolarazon

–Después de Escribir estas «Memorias desvergonzadas», ¿tiene claro para qué hemos venido a este mundo?

–Más que afirmar cosas en ellas, me expreso. Suelo decir que lo he hecho montado en las alas de mi querida Elena, mi mujer, por lo que tiene mucho de amor. A pesar de que intento crear una ligazón intelectual, está hecho con bastante alma y corazón, por lo tanto no hay un planteamiento sobre el sentido de la vida.

–¿Se lo ha planteado alguna vez?

–Me lo he planteado en muchos libros. Sigo teniendo mis dudas, en eso soy muy «unamuniano». Si tengo que ser directo y simple, le encuentro muy poco sentido a esta vida. Ahora, una vez dentro, hay que darle sentido: con un paisaje, un bien vino, con el amor... bueno, con el amor no, que da muchos problemas.

–Llevamos siglos dando vueltas sobre esa misma cuestión, ¿es necesaria o incidir en ella solo nos lleva a lugares peores?

–Esa pregunta, en el sentido académico, no es pregunta, es más una exclamación. Desde Sócrates se le viene dando vueltas y las opiniones son muy distintas. Quizá a las personas que tienen mucha fe habría que dejarlas a un lado en ese planteamiento; pero los que nos movemos en una zona más gris, nunca obtendremos respuesta. Hay una disputa que recomendaría ver a todo el mundo entre Bertrand Russell, un filósofo lógico, y el padre Copleston sobre Dios y el sentido de la vida donde la gente da por ganador a este último porque Russell, honesto, responde que no sabe ante la explicación de las grandes cuestiones. La gente busca a Dios para ser inmortal.

–¿Por qué Dios se entromete siempre en preguntas sobre el origen de todo?

–Porque el hecho es que la religión es un hecho universal. Dios no lo hemos inventado nosotros, está en todas las culturas.

–¿En qué momento un campeón de catecismo como usted –le concedieron ese «título» cuando tenía seis años– se queda sin respuestas?

–(Risas) Eso fue el nacionalcatolicismo en estado puro. Con seis años me sabía el catecismo de Ripalda de memoria y me dieron el diploma. Lo volví a repetir con ocho años. Estas cosas tienen un proceso, me crié en una familia de confesarse todos los sábados, por parte de mi madre no, era muy anarca y muy vasca, pero mi padre era muy jesuita. Y una de las razones que me llevaron a dejar de creer fue el Athletic de Bilbao.

–Eso tiene que explicarlo.

–¡Para mí sí que era sagrado! Tenía 16 años y estaba en la cama con una bronquitis. Jugaban la final de Copa el Athletic con el Barça y me puse a rezar para que ganara. De repente, pensé: «Ahí va, si esto ya hay alguien que sabe lo que va a pasar». Eso me produjo una sensación antidivina tremenda.

–Aun así estudió Teología.

–Sí, y tengo un recuerdo excelente. La hice en Roma y allí ya no creía. Me interesa sobre todo el tema de los dogmas: es que un partido político y una iglesia se diferencian poquísimo. Todos tienen un tótem y después una serie de fieles que lo siguen al pie de la letra. Luego están los ritos, la entrega, etc. Entonces había empezado entonces a conocer a Wittgenstein y veía mucho cine, me tocó una época del cine maravillosa.

–Muchas de las cosas de las que habla en el libro son de la España del landismo, le gustaban las películas de Alfredo Landa. ¡No cree en Dios y cree en Alfredo Landa!

–¡Porque a Alfredo Landa le he visto! Sería una respuesta simple, pero sin embargo válida.

–¿Por qué es tan difícil creer en lo que no vemos?

–Hay cosas que no vemos, como los átomos, pero al menos tenemos pruebas de que existen.

–El amor, del que hablaba antes, tampoco se ve... y tanta gente cree en él.

–Tenemos oxitocina, endorfinas, etc., que lo explican en buena parte. Otra cosa ser reduccionista en cuanto a eso: mi mujer y yo éramos muy distintos. Ella era atea y decía que Dios no existe. Yo soy agnóstico y digo que no sé nada más allá del espacio y del tiempo. Ahora mismo según un diccionario protestante hay diez mil religiones en el mundo y yo ninguna me la creo. Pero cuando estoy con un creyente, lo respeto mucho.

–¿Los creyentes respetan igual?

–Los que tienen un puesto alto no y la Constitución Española, tampoco. Aunque hubo un momento en que no creía nada, me ha seguido interesando. Lo decía Marx: la religión son las raíces para entender al ser humano.

–Sevilla es un ejemplo claro de contradicción, la religión la invade, literalmente.

–Pero una cosa es la religión folclórica, que puede ser como el Athletic, y otra cosa es verdaderamente creer que la Virgen es la madre de Dios.

–El escritor y periodista Manuel Chaves Nogales decía que la gente más que creer en Dios tenía confianza es determinadas imágenes religiosas.

–Creer es una cosa distinta: es decir que algo es verdadero o falso o que probablemente lo es. La mejor expresión al respecto es de Wiettgenstein: decía que somos como una isla en un océano. Qué será ese océano, no lo sé. Desde que murió mi mujer, sí que tengo muchas ganas de verla. Eso no me ha hecho cambiar de creencia, pero sí de sentimientos. Todas las noches le digo: «nos veremos», aunque no me lo creo. Somos muy complejos y tenemos unos límites enormes, que no hay que pasar ni negando ni afirmándolo todo. Wiettgenstein fue un descubrimiento para mí. Cuando estudiaba en Salamanca, un mercedario nos dio un curso sobre su «Tractatus» y me dejó impresionado. Ese sería uno de los momentos estelares de mi vida, como diría Stefan Zweig. El filósofo determinaba sobre qué cuestiones podíamos hablar y más allá quedaba lo inexpresable. Por tanto, no se puede hablar por ejemplo de la ética, hay que vivirla; la religión, igual; o la estética. Creo que es el genio del siglo XX.

–Cuenta que iba con su compañero Fernando Savater a reírse en conferencias de algún colega muy bien considerado en España.

–Es verdad que soy políticamente incorrecto pero me encantaría no tener que serlo.

–¿Por qué se hacen tanto esa pregunta si conduce a caminos oscuros?

–Porque estamos impulsados por ella. Es como el hombre que se enamora veinte veces: ¿ha aprendido en el primer amor? Los antropólogos no encuentran prácticamente una sociedad en la cual no se haya planteado por qué hay mitos, entierros, ceremonias. Al final lo que quieres es protección. Aunque a mi no me gusta Heidegger por lo nazi que fue, mantenía que el ser humano es un ser arrojado. Y la religión vive de eso. Todos queremos que nos salven. Ahora hay una nueva religión natural: la inteligencia artificial. Es un tema impresionante. El asunto es jugar a ser superhombres, poder alargar la vida. Venía leyendo en el tren un libro, «La muerte de la muerte» . Es verdad que existe ese impulso de querer seguir viviendo o por lo menos que sea yo el que le ponga el chip cuando quiera acabar. Y desde el punto de vista personal, cuando quiero a alguien, lo hago eternamente.

–Escribe en el libro que le ha tocado «oír mucho, ver bastante y callar demasiado». ¿Nos iría mejor si evitáramos determinados silencios?

–Ahí le diría lo que Noam Chomsky dijo en una entrevista reciente: con noventa años, le preguntaron ¿por qué no empezamos a hablar todo lo que sabemos? «Empiece usted», le contestó al periodista. Creo que una cosa fundamental es ser objetivo y llamar a las cosas por su nombre y ser veraz y valiente. Y lo que noto es una cobardía y un miedo a decir las cosas, sea en el trabajo, en casa... en todos los ámbitos. En las tertulias política eso ocurre con dos temas: uno es la monarquía. Yo soy republicano y lo soy también en la praxis porque me parece inmoral que uno por genes esté por encima de los demás. Lo digo razonando desde mi profesión, la filosofía moral. Eso es romper la igualdad, que es la principal de las virtudes sociales. O por ejemplo: estoy a favor de la autodeterminación de Euskadi o de Sevilla o de Carabanchel. La violencia me parece una barbaridad y la he condenado mucho antes que otros, pero debe explicarse bien que la autodeterminación no es la independencia. Los catalanes me parece que lo han hecho de pena, pero me pregunto si conocen la distinción, que está en los libros de filosofía política y en el derecho internacional: la autodeterminación es que a mí me pregunten. Otra cosa es qué respondo. En Euskadi habrá un 30 o un 40% de personas que quieren que les pregunten.

–¿Qué se debe preguntar, si quieren seguir formando parte de un Estado? ¿Y cada cuánto tiempo hay que preguntarlo?

–¿Cada cuánto tiene que haber elecciones?

–¿Cada cuatro años entonces se preguntaría?

–¿Cuantas veces tiene que autodeterminarse España? ¿Lo ha hecho alguna vez? Estoy provocando un poco porque solo así se puede pensar. Es que entre las disputas de Cataluña y Madrid no he visto una sola discusión seria. Autodeterminarse no es dar un portazo, usted no puede marcharse tranquilamente si tiene un río que pasa por dos territorios: para una autodeterminación tiene que haber un número suficiente de gente que lo quiera; una negociación antes para que nadie salga perdiendo... Se ponen diez condiciones en Cataluña y no he oído hablar de ellas en ningún sitio. La autodeterminación no tiene por qué llevar a la independencia. En Alemania fue al revés: la Alemania Oriental se autodeterminó para ver si quería unirse a la Federal. Tenemos en este país un miedo a lo abstracto, a teorizar... Teoricemos un poco, no puede convertirse todo en insultos.

–Me gustaría que habláramos de la muerte. ¿Cómo se ve a su edad y qué piensa de cómo la sociedad se está enfrentando a ello?

–La muerte es el gran enemigo de la humanidad. Si uno vive, quiere vivir. Y saber que hay algo que te elimina, o a los que quieres, produce mucho dolor. La muerte es como un gemelo que te acompaña desde que naces, es la sombra. Te hace mantener un cierto tipo de angustia y de ansiedad en la vida. Es cierto que hay gente muy distinta, que ve la muerte sin miedo. Yo lo dudo. La mayor parte de la humanidad no se entiende si no es para conjurar la muerte, el nacimiento de todo lo que hemos dicho: los mitos, las religiones... Y ahora que soy mayor y se acerca naturalmente la muerte, lo único que puedo decir es que le tengo miedo. Tengo miedo a la disolución del yo. No me ser inmortal, pero sí decidir cuándo quiero morir. Eso de desaparecer me produce angustia. Ahora los libros últimos sobre el sentido de la vida o la felicidad nos permiten usar técnicas que la hacen más llevadera. Deberíamos tener una cierta capacidad de voluntad para aceptar el destino.

La confesión de un pecado «más grande que España»

En Portugalete (Bilbao), siendo niño, acudía todas las semanas a confesarse. Azorado, uno de aquellos días se plantó delante del cura. «Padre, tengo un pecado muy grande», le dijo. «¿Cómo de grande? – le preguntó aquel– ¿Más grande que Bilbao?». «Sí». «¿Más grande que Vizcaya?». «Sí». «¿Más grande que España». «Sí». Finalmente, confesó: «He pensado en el culo de Dios». Javier Sádaba recuerda aquella anécdota como reflejo de una sociedad impregnada de religiosidad. «Por no querer pensar cosas malas, me salía lo peor», cuenta divertido. Y relata también cuando acudía, con su compañero Fernando Savater, a conferencias de algún colega muy bien considerado en España con el único objetivo de reírse de todo aquello que decía. Ahora, entrega su tiempo a su hijo y a su nieto, al que, dice orgulloso, está enseñando latín.