Violencia callejera
La felicidad como síntoma de la enfermedad
Uno duda a veces del vínculo entre la chifladura de una parte de la población y la ingenua aspiración a la felicidad sugerida por la industria publicitaria y recomendada pérfidamente por los salmos de los predicadores, sean vendedores o políticos. Siglos atrás, la Declaración de Independencia de Estados Unidos, aprobada el 4 de julio de 1776, establecía que a todos los hombres se les había de reconocer el derecho «a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad», y uno se pregunta si no fueron los Padres Fundadores quienes la liaron con esa coletilla final transmitida desde América al resto del planeta, viajes transoceánicos mediante. Nadie está a salvo del sufrimiento. Ése es el hecho. Por eso se comprende que el mero cese del dolor sea ya legítima meta para aquel que se levante cada mañana con ese natural «un día más, un día menos». Sin embargo, la ausencia de padecimiento raramente es identificada como bienestar, un término más sólido que la gaseosa y transitoria felicidad. En estos tiempos muchos aspiran vorazmente a una continua euforia, un contrasentido por definición, sin reparar además en que la felicidad del individuo apenas reporta beneficio duradero si no es extensible a sus vecinos, al colectivo. Todo esto viene a cuento de la amplia gama de entretenimientos que se nos ofrece para situarnos en un estado denominado felicidad, cuando mayormente es sencilla distracción u olvido. Para ello, entre las opciones más peregrinas, unos se dedican a apalear al primero que encuentran en la calle, como lo perpetrado por unos desalmados en el Puerto de Santa María, o a organizar referendos inconstitucionales, como siguen erre que erre en Cataluña. Sea vil portuense o golpista catalán, esa felicidad es sólo el síntoma de una patología.
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