Lucas Haurie
Por bulerías en Oslo
En las discotecas Pasa y Reina, que si la memoria no me engaña están en una zona llamada Ortakoy, los jóvenes de la burguesía europeizada de Estambul muestran su orgullo laico con una exhibición de cachas al aire dejadas por las minifaldas (ellas) y copas con combinados en la mano (ellos). Al visitante, además de con un menú bien nutrido de cervezas importadas de medio mundo, lo agasajan también con platos de fruta fresca que sirven para disipar el retrogusto amargo que deja el humo del narguile o shisha, pipa de agua con la que se fuma tabaco aromatizado u otras sustancias más simpáticas, aunque igualmente inofensivas. En toda la Europa Oriental y el Asia Menor es costumbre compartirlas, igual que los rioplatenses se pasan la matera cebada. Desde los cafés beirutíes, cuando Líbano era conocido como la Suiza de Oriente, se importó a los locales más chics de Occidente esa cachimba aparatosa, si bien aquí se servían con boquilla extraíble para que cada fumador usase la propia. (Las tontas supersticiones antisépticas del primer mundo.) Como cualquier moda, ahora se han extendido hasta la saturación y no existe antro con pretensiones de modernidad que renuncie a incluirlas en su carta. Anoche, en una calle de Sevilla, a un chico de 22 años le estalló en la cara la pequeña cantimplora de gas que se emplea para burbujear el artefacto y uno se pregunta si no basta, para el esparcimiento nocturno, con los cubatas o la grifa que ancestralmente se han consumido por estos pagos. La diversión también tiene su contexto geográfico y no puede nadie en su sano juicio pretender arrancarse la camisa en un tablao de Oslo: hace allí un pelete como para regresar a casa con el torso desnudo...
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