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A Ramiro Calle

La Razón
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Ha venido a verme Ramiro Calle, con su mujer, Luisa, y con unos buenos amigos. Nos volvimos a encontrar una tarde cálida y luminosa, la primera promesa cumplida de la primavera. Entramos juntos en la huerta conventual y en uno de sus rincones, hoy urbanizado a guisa de parque, tomamos asiento y empezamos la conversación. Un rato más tarde nos pusimos en pie, levantamos el cerco del calor y el verdor, y llegamos al claustro, el otro paraíso, el interior. Como por dentro no es como por fuera, que por fuera se puede caminar y descansar pero por dentro sólo caminar sin descanso, transitamos claustro, iglesia y recintos aledaños hasta saciar nuestra curiosidad y comenzar la despedida.

Conversar con Ramiro y sus amigos es una manera de vivir fuera de todos esos altos muros que los hombres levantamos para sentirnos más seguros. Ramiro, con su melena alborotada y sus ojos en el fermento de la inquietud, con su voz dando peso y ritmo a las palabras, trae consigo la suavidad de la brisa y el fuego del profeta que no ha venido a quemar el mundo sino a purificarlo, a devolverle su belleza verdadera. Y yo he tenido la suerte de conocerle, de leer sus libros, de visitar sus pensamientos. La luz del oriente se reencuentra en él con la experiencia del ser que dio origen a la filosofía más antigua de Occidente, a aquélla que era un arte de vivir y de convivir. Ramiro Calle es un Heráclito y un heteróclito de nuestro tiempo, un yogui urbanita y literato que no cree en otro Dios que el vivido, el que ni ha estado nunca lejos de nosotros ni se ha dejado tampoco atar a la palabra «dios» o a otra cualquiera. ¿No será también el mío?