Cine
¿Disney ya no cree en el amor?
Las últimas películas de la factoría de animación reniegan del romance y apuestan por limitar al individuo al confín de la familia
Las últimas películas de la factoría de animación reniegan del romance y apuestan por limitar al individuo al confín de la familia.
La sociedad es simple, reactiva, se mueve por rechazos, y los productos de cultura pop no hacen más que seguir estas tendencias pendulares. Después de los años dorados de la factoría Disney, con películas fascinantes y asombrosas como «Blancanieves y los siete enanitos», «Cenicienta» o «La bella durmiente», que marcaron una brillante manera de mirar al mundo apostando por el amor como transformador de una realidad asfixiante, surgió con el tiempo un rechazo patológico a esta visión romántica de la realidad. El péndulo moduló el gusto y ¿qué hay al otro extremo del romanticismo?, pues el clasicismo cínico y el conformismo de la certeza como motor moral y de comportamiento.
Si tenemos en cuenta que Blancanieves se estrenó en 1937 y se empezó a idear en plena Gran Depresión americana; y que las otras nacieron con la pesadilla de la II Guerra Mundial en ciernes, no es extraño que se utilizase el amor como arma para intentar vencer una realidad asfixiante. Los 50 sólo intentaron apoyarse en los valores que ayudaron a la población en los 40 a mirar el futuro con esperanza. En los 60, estos mismos valores ya habían quedado desfasados, y el amor parecía algo rancio, viejo, imposible, y había que reinventarlo. La revolución sexual lo puso patas arriba, lo que al menos abrió un nuevo abanico de posibilidades.
A partir de los años 70, las princesas Disney se vieron como personajes anacrónicos a los que despreciar. Se las acusaba de todos los crímenes, de ser creadoras de frustración haciendo creer a las niñas en tonterías como los cuentos de hadas y el amor romántico. Lo irónico es que, a la hora de querer modernizar su idea de amor, lo único que consiguieron fue negarlo en absolutos hasta convertir cualquier tipo de amor en anacrónico y rancio. La revolución sexual había acabado y el cinismo mercantil de los 80 y el sida acabaron con todo.
La idea del «mal de las princesas» estaba tan extendido en el cambio de siglo que Disney, que no deja de ser una empresa de cultura popular, o sea a expensas de lo que quiere el público, cambió definitivamente su apuesta por el eje vertebrador de sus historias. El amor quedaba arrinconado y se apostaba por un fuerte sustituo, la familia. Muchos lo vieron como una apuesta valiente, pero no deja de ser la más conservadora y reaccionaria de las posturas.
La idea de cultura pop se basa en un único concepto, la reafirmación de la estima del propio público. «¡Yo soy así y asi seguiré!» grita el pop. Disney sólo está diciendo que ahora no creemos en el amor y cuando no crees en el amor, lo único que te queda es la familia, el confort de lo conocido, el calor despreocupado del que te aceptará hagas lo que hagas. Disney no tiene la culpa de que no creamos en el amor, vamos, pero tampoco ayuda. Esto se vio claro con el último gran éxito de la factoría del ratón Mickey, «Frozen». El fenómeno fue tal que revitalizó toda una industria y se convirtió en el ejemplo a seguir. El argumento de la película es claro, el amor verdadero no existe fuera del nucleo de la familia, así que buscarlo es una estupidez de niña boba. Cuando Ana busca el beso de amor verdadero del príncipe que la ha seducido, se da cuenta de que sólo se ha burlado de la fragilidad de sus sentimientos. Ha de ser el beso de su hermana, Elsa, mujer que en realidad la ha rechazado y tratado con crueldad durante toda su vida, quien la salve. Porque es familia y por mucho que te trate como un perro, ella es la que te quiere de verdad.
El mismo esquema seguía el mismo año «Maléfica», revisión en imagen real de la historia de «La bella durmiente». Aquí la idea era que Maléfica era mala ¿por qué?, pues precisamente por la traición de un amor que no la quería de verdad. No era hasta que descubría el amor de verdad, el amor de la familia, que podía romper el hechizo de su «maldición». Se convertía en algo así como la madrastra protectora de la bella durmiente. Primero, intentaba romper el hechizo que le había puesto ella misma, cosa que no podía porque el amor resentido lo había creado y ese es el mal absoluto. De nuevo, el beso de amor verdadero, en la piel del príncipe del cuento, volvía a fracasar, y era el beso de la propia Maléfica quien la salvaba.
La familia, otra vez, hechizaba el amor, secuestrándolo para sí. Lo que en la superficie podría parecer un avance progresista en las temáticas de las películas, se demuestra todo lo contrario, una recesión, una vuelta a un conservadurismo cínico y reaccionario que no cree en nada que se escape a su círculo de confianza. De aquí no es difícil hacer una lectura política y hablar de pueblos cerrados en sí mismos, del miedo a todo lo que venga de fuera, al rechazo a abrirse al otro, al extraño, al inmigrante. El amor siempre fue una acción nerviosa e invasiva que inventa a partir de lo desconocido, que abre espacios, crea maravillas. Si se encierra en la familia, pues no puede ser amor verdadero. El amor hace surgir lo invisible, que tenga forma. De pronto ahí hay uin hombre o una mujer que antes no importaban en absoluto. Eso es lo maravilloso, el amor como creador del otro, no como reacción del otro.
La lista de las últimas películas Disney no hacen sino que certificar esta tendencia. Ahí tenemos a «Coco», que habla de familia, una familia que hay que querer para siempre, más allá de la muerte, incondicionalmente, da igual que tu abuela te trate peor que un perro. O «Buscando a Dory», que sigue con la idea de que la familia es principio y final de todas las cosas, que si vives a espaldas de tu pasado vivirás perdido y triste, como si el futuro no determinase tanto o más tu existencia que el pasado. Incluso ahora regresa la esperada familia de todas las familias, «Los increíbles 2», para convertir, encima de todo, en la familia en superfamilia.
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