Ferias taurinas

La buena letra

La Razón
La RazónLa Razón

En los currículos y programas educativos que ahora rigen –hablo de los referidos a la enseñanza de la Lengua– se proponen un sinnúmero de objetivos, procedimientos y actividades sobre la comunicación, el funcionamiento de la lengua (la gramática es palabra tabú en esos ámbitos), las tipologías textuales, la búsqueda de información y el manejo de las nuevas tecnologías, todo con gran aparato terminológico y pomposa retórica, pero ni una palabra, ni la más leve alusión a lo que tradicionalmente se ha venido considerando signo inequívoco del paso por la escuela: el cuidado de la escritura, el trazo esmerado de los renglones, la buena letra.

Esa buena letra de la que hacían gala las generaciones anteriores a la EGB de los primeros setenta, y muy particularmente las de origen campesino que a duras penas aguantaban en la escuela hasta los catorce años, o acudían a ella por temporadas, cuando las labores del campo o las ocupaciones ganaderas se lo permitían.

Saber hacer bien las cuentas y tener buena letra (escribir sin faltas de ortografía era el súmmum, y cometer más de las permitidas se consideraba poco menos que un deshonor): bastaba con eso, nada había más importante, ningún otro conocimiento podía equipararse a esas dos destrezas, las únicas competencias básicas –así las llaman ahora– que valía la pena adquirir, el único título del que podían alardear, y en verdad que lo hacían, modestamente y aunque fuera para sus adentros nada más.

A los responsables de los programas educativos y a la clase dirigente pedagógica habría que recordarles el respeto ancestral que en todas las culturas y civilizaciones se ha tenido siempre por la buena letra, o sea, la caligrafía, término este que es anatema para el recién mentado «establishment».

Claro que, dirán algunos, para qué sirve la buena letra si ya nadie escribe en papel, solo en teclados... Pero ese es ya otro cantar.