Libros
La revolución de la muerte
Caitlin Doughty presenta «Hasta las cenizas», un «best seller» en el que habla con naturalidad de sus experiencias en una funeraria
Como cualquier niño pequeño, Caitlin Doughty empezó a oír a hablar de la muerte, sin todavía entenderlo, cuando tenía tres o cuatro años. Cuando tenía ocho, vio a un niño más o menos de su edad desplomarse en el suelo y morir. Aquello la afectó profundamente, sin embargo, nadie quería hablar con ella del tema. Sus padres lo reuían y sus amigos tenían mejores cosas de las que hablar. «Tuve que pensar en silencio sobre la muerte y empecé a obsesionarme. Por suerte, con los años, lo que empezó con miedo se transformó en algo positivo, en una obsesión de cómo superar el miedo», comenta Doughty.
Con a penas 22 años, recién licenciada de la universidad de historia medieval, tuvo un pálpito que acabó por convertirse en toda una vida. Empezó a echar currículums a todas las empresas funerarias que supo que existían. Y una contestó. «En realidad, no entiendo todavía hoy lo que me movió a hacer eso. Qué hacía una chica joven en un lugar como aquel, donde parecía que sólo tenían cabida hombres decrépitos y extraños. Algo extraña debo ser yo también», reconoce Doughty.
El libro «Hasta las cenizas» (Plataforma) reúne sus experiencias dentro de la llamada industria de la muerte. Aunque habla de situaciones que ni siquiera se vieron en la célebre serie «A dos metros bajo tierra», Doughty lo hace con gran naturalidad y una ironía que ayuda a no tener miedo a mirar a la muerte cara a cara. «Cuando empecé, tenía en la cabeza como un vídeo de heavy metal, con cabezas en llamas, un lugar terrorífico. En realidad, sólo es como una gran fábrica, donde el ambiente es relajado. Los muertos son agradables no te contestan con malhumor, son agradecidos. Es mejor que trabajar en una oficina», asegura Doughty.
El primer día de trabajo tuvo que afeitar a un muerto. «Creía que le arrancaría la piel, que me cogería la mano y diría, ¡qué haces, niña!», confiesa. Poco a poco perdió los nervios y a partir de entonces lo ha visto todo, desde tener que cremar a los bebés a última hora porque son los más rápidos en quemar a tener que buscar el cadáver correcto de una pila. «Un padre primerizo puede mirar con preocupación su primer pañal, pero cuando ya ha cambiado 400, lo hace de manera automática», comenta.
La experiencia le hizo ver todo lo que se hacía mal en una funeraria y decidió abrir su propio negocio. «Los directores de las funerarias nos han hecho creer que es algo indigno e irrespetuoso, cuando lo cierto es que hay muchas alternativas. Lo malo es que ellos juegan con el dolor de las familias, que cuando su ser querido acaba de fallecer no están para pensar muchas cosas y prefieren que se lo hagan todo», dice Doughty.
En su propia funeraria, se invita a la familia a no tener miedo a participar en el proceso, a que puedan lavar el cuerpo, que estén presentes en en el crematorio, incluso a cavar ellos mismos la propia tumba o velar el cadáver en casa. «Me encontraba día sí y día también sóla en el cuarto crematorio, cuando ese papel debería haber sido el de su mujer o sus hijos. A veces la familia pagaba todo online y esperaba dos semanas a tener las cenizas en casa. Puede que internet esté bien para comprar una camisa, pero no para ocultar la muerte», concluye.
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