Medicina
Los médicos están locos, locos, locos
La medicina es un campo abierto para las mentes más brillantes y exaltadas, de Paracelso a Robert Fludd pasando por Joseph Lister.
La medicina es un campo abierto para las mentes más brillantes y exaltadas, de Paracelso a Robert Fludd pasando por Joseph Lister.
No, no, no no, no, no no, no no, no, no no no no, cantaba Paracelso sobre la cama como si no hubiera campana. Estaba contento y siempre que sentía ese calor, esa euforia, corría a la cama y empezaba a cantar no, no, no, no, como si no hubiese campana. Acababa de tener una de esas ideas brillantes que crees que te elevan dos palmos del suelo. Había vislumbrado un remedio sencillo para tratar la sífilis y el bocio. Hacía mucho tiempo que le daba vueltas y ahora estaba simplemente eufórico.
Sin embargo, Paracelso era un hombre en general taciturno y colérico y no le gustaba la alegría. Desconfiaba de ella, y tenía sus motivos. A los dos años, en el ya lejano 1495, mientras jugaba, igual de feliz, con un cerdo, el animal no entendió tanto entusiasmo y de un mordisco le dejó eunuco. Gritó y gritó, pero eran las doce de un domingo y el tañido de las campanas no dejaron que nadie le escuchase. Su humor se enegreció tanto que hasta se le oscureció la piel. Ahora, lo único que podía hacer para refrenar sus fiebres de excitación era cantar no no no no no como si no hubiese campana.
La figura de Paracelso es una de las más enigmáticas y fascinantes del mundo de la medicina, la alquimia y el esoterismo. Su vida está plagada de grandes descubrimientos, como la definición de líquido sinovial o la primera certificación de la existencia de «enfermedades laborales». Además, fue el primero en definir el zinc y se rumoreaba que había logrado la ansiada transmutación de los metales Su colérico carácter le enfrentó con muchos de sus contemporáneos, que querían ridiculizarlo llamándolo mago, pero fue el primero en reclamar la cirugía como un arte esencial de la medicina y no como un trabajo de barberos, como se definía entonces.
Sus libros son tan fascinantes hoy como lo eran en el siglo XV. Sólo hay que ojear sus «Textos esenciales» (Siruela), con prólogo de Carl Gustav Jung o su «Botánica oculta» (Publisamo) para descubrir palabras cuyo eco no decrece, sino que crece, abre estructuras y te permite ver que, en la aparente poética de la exaltación de la locura, hay secretos que merecen la pena ser descubiertos. Quizá nadie salvará una vida leyendo sus libros, pero abrirá la imaginación tanto como para salvarlas todas.
La historia de la medicina está plagada de estos fascinantes personajes, a medio camino de las ciencias ocultas, el esoterismo religioso y la pura ciencia empírica. Ahí están nombres como Hildegarda de Bingen, Alberto Magno, el gran descubridor del arsénico de la humanidad en el año 1250, Roger Bacon, Marsilio Ficino, que descubrió como nadie los problemas de la melancolía, el gran Cornelius de Agrippa y su maravilloso «Filosofía oculta. Magia natural», Michael Maier, que buscó en Hermes Trimegistro la verdad de todo lo natural y todo lo extraño, Thomas Vaughan o Franz von Baader. Todos tenían un pie sobre la medicina y otro sobre la alquimia y en medio, lo oculto, ese espacio creador tanto de lo mágico y hermoso como de lo vil y monstruoso.
La editorial Atalanta recupera ahora a uno de los contemporáneos más brillantes de Paracelso, Robert Fludd. Nacido en 1574 y fallecido en Londres en 1637, Fludd viajó a Europa en busca de ampliar sus miras y allí empezó a indagar en los misterios de la medicina, la química y todo lo que tuviera que ver con ciencias ocultas. Allí se relacionó con los rosacruces y se convirtió en el epítome de hombre orquesta del renacimiento por sus múltiples saberes humanistas. En medicina, entre otras cosas, consiguió describir el primer barómetro y consiguió explicar por primera vez de manera satisfactoria el sistema circulatorio humano.
De esta manera, el erudito Joscelyn Godwin presenta ahora «macrocosmos, microcosmos y medicina: los mundos de Robert Fludd», una gran ventana a las revolucionarias ideas de este médico iluminado, que se convierte en excepcional al incluir las ilustraciones que usó el propio Fludd para dar carnalidad a sus ideas. Así vemos sus descripciones del arte de la memoria, de la geomancia, quiromancia, las increíbles alas de Jehová o el Tetragámaton en el macrocosmos.
Todo está conectado
La idea básica de Fludd es que todo lo que ocurre en el microcosmos, es decir, el cuerpo del hombre, tiene relación con el macrocosmos, es decir, el universo y los cuerpos celestes. De ahí su idea de la circulación de la sangre, que él compara con la gravitación de los planetas alrededor del sol. El corazón, por tanto, es el sol del cuerpo. A partir de allí crea una serie de asociaciones que consiguen una curiosa, tal vez algo exaltada y poética, explicación de la realidad.
Quien lea a Fludd quizá no pueda levantar la mano cuando alguien pregunte si hay un médico en la sala, pero si Paracelso aseguraba que «únicamente un hombre virtuoso puede ser un gran médico», es fácil asegurar que «todo doctor que haya leído y entendido a Fludd ha de ser grande, tres veces grande, como Trimegistro». Ver las ilustraciones de la emanación de las sefiroth o la creación del Primum mobile o su forma de dibujar la anatomía mística del esqueleto y los nervios es elevarse un poco.
La historia de la medicina es, sencillamente, asombrosa. Otro libro que acaba de llegar a las librerías y nos descubre esta maravilla es «De matasanos a cirujanos», de Lindsey Fitzharris, de la editorial Debate. El ensayo nos presenta a la figura de Joseph Lister, el doctor que transformó la medicina de la era victoriana y dio luz a la que era una realidad oscura y truculenta. Lister, cirujano inglés nacido en 1827, se dio cuenta muy pronto que el trabajo de quirófano era hasta entonces más un campo de guerra y destrucción que de medicina y curación. La putrefacción de las heridas quirúrgicas provocaba una alta mortalidad, tanta, que hacía inútil el esfuerzo de cualquier equipo médico. Sus descubrimientos dentro de la práctica quirúrgica de la asepsia y la antisepsia hizo que se redujeran los dramas postoperatorios y que los pacientes pudiesen sobrevivir a las operaciones más traumáticas.
Fitzharris nos presenta los siniestros hospitales de los años de los monstruos góticos, la Inglaterra victoriana de 1850 y 1875, y cómo sus médicos se parecían a un doctor Frankenstein anfetamínico y sin ideas. Lister, con la simple obsesión de unir ciencia y medicina, que hasta entonces parecían paradójicamente disciplinas antagónicas, consiguió comprender el peligro de las infecciones y limpió, literalmente, la truculencia hospitalaria del XIX. Inspirado por los descubrimientos de Robert Liston con el éter, que consiguió limitar el dolor, Lister consiguió ir más allá y salvar vidas.
La filosofía contemporánea también ha puesto su ojo en la historia de la medicina como ejemplo poético y revelador de la epistemología o ciencia de lo que podemos o no podemos saber. Arthur C. Clarke asegura que: «cuando un científico distinguido pero anciano afirma que algo es posible, es casi seguro que tenga razón. Cuando afirma que algo es imposible, es casi seguro que esté equivocado». La medicina, por tanto, está siempre encerrada en sus limitaciones. Cuando nos definen por lo que no podemos ser, por nuestras limitaciones, entonces nos convertimos en deformes por definición. Si sólo nos definen nuestras limitaciones, somos monstruos, así de sencillo.
Esto lo plasmó muy bien Michel Foucoult en «El nacimiento de la clínica. Una arqueología de la miradamédica», ensayo clave en el corpus de la obra del filósofo francés que empezó a enseñarnos la medicina y todo saber como un lenguaje de control. Su obsesión en desacreditar el término «normal» es todavía hoy revolucinario y abrumador.
A partir de aquí, el arsenal de libros alrededor de la medicina que nos hacen cantar no no no no como a Paracelso son múltiples. De «Melancolía erótica», de Jacques Ferrand, a las obras de Oliver Sachs como «El hombre que confundió su mujer con un sombrero». Que repique todas las campanas, hay que celebrarlo.
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