Sociedad
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Tres valencianos que viven en el extranjero nos cuentan cómo pasan el verano lejos del sol, la playa, la paella, la familia y los amigos
Tres valencianos que viven en el extranjero nos cuentan cómo pasan el verano lejos del sol, la playa, la paella, la familia y los amigos
A Vallada (Valencia) y Ólafsvík (Islandia) les separan 5.047 kilómetros de distancia, 25 grados de temperatura y la manera de entender la vida y el verano. Cristian Martínez Liberato tiene 28 años y lleva más de dos recorriendo física y emocionalmente las fronteras que separan a ambos países con la sonrisa como pasaporte. «Sí, el verano es más fresquito», señala con sorna como diferencia del estío islandés y la canícula valenciana.
Cristian, uno de los muchos expatriados que se perderán el veraneo mediterráneo, juega de portero en el Vikingur Ólafsvík, un equipo de fútbol de Primera División en un país de poco más de 330.000 habitantes. Allí la temporada se desarrolla de mayo a octubre (meteorología obliga), así que se ve forzado a pasar los meses de verano fuera de su Vallada natal. «Se me está haciendo pesado», admite. Sobre todo porque a su novia la ve poco y la soledad pesa. «Vivo en un pueblo de 800 habitantes a tres horas en coche de la capital y aunque me tratan como a uno más, se echa de menos a la familia». Y el arroz al horno de su madre, enfatiza.
A las costumbres se adaptó pronto, pero insiste en que su nuevo hogar «es demasiado tranquilo» mientras sueña con aquellos largos «esmorzarets» de fin de semana con los colegas.
Lo del idioma lo lleva regular. En dos años debería haber aprendido más de lo que sabe, pero de este curso no pasa, promete. Se ha comprado libros y descargado una aplicación en su «smartphone», cuenta decidido a dominar la lengua de Halldór Laxness. «Ahora lo necesito. Imparto clases de educación física y natación en un colegio (de nombre impronunciable Grunnskóli Snæfellsbæjar) para ganar un poco más y ahorrar todo lo que pueda». En total, 3.500 euros netos al mes más gastos de alojamiento y manutención y un vehículo que le presta el equipo. «Aquí hay mucho trabajo y los salarios son altos, aunque todo es muy caro. ¡18 euros la media docena de pechugas congeladas!», exclama.
Agradece la amabilidad de los islandeses en general y de sus vecinos en particular, que aún se preguntan por qué un español renuncia voluntariamente al sol que ellos buscan desesperadamente en Torrevieja y Tenerife. «A los extranjeros nos tratan muy bien». Por ello recomienda la experiencia a todos los que se encuentren en la misma situación que le llevó a él a hacer las maletas camino del país vikingo.
La paella une
María de Quesada anda estos días ejerciendo de cicerone de unos amigos de visita en Rochester (estado de Nueva York en EE.UU.) donde se mudó con su familia hace apenas siete meses. «Esto nos anima muchísimo y nos llena de energía para continuar el año». María tiene 37 años, dos hijos (Alfredo, de cuatro años y Julia, de uno) y una nueva vida. Periodista de profesión, ahora cuida niños un día a la semana en la guardería del gimnasio en el que practica yoga, al parecer un trueque muy común por aquellas tierras.
El responsable del éxodo familiar se llama Samuel Morillas. El marido de María, profesor titular del Departamento de Matemática Aplicada de la Universitat Politécnica de Valencia, se encuentra realizando un proyecto de investigación en la universidad Rochester Institute of Technology (RIT) donde coincide con algún colega español. Pero no es la única representación patria en la zona. «Sabemos que hay un tal Vicente de Valencia que vive aquí muchos años y está casado con una americana, pero no hemos tenido oportunidad de conocernos todavía. ¡Dicen que hace buenas paellas!». La periodista asegura que han tenido suerte con la acogida americana. «Nos relacionamos más con gente de aquí que con españoles. Tenemos unos pocos amigos de la universidad, el gimnasio y el vecindario, que son muy ‘rebonicos’. ¡Y a todos les hemos invitado a paella en casa!», bromea.
Así que la gastronomía no es una de las cosas que más eche de menos, aunque admite que la calidad de los productos frescos estadounidenses nada tiene que ver con los de la huerta valenciana. Extraña, eso sí, la playa (pero no el «calorazo de Valencia, las cucarachas y las palometas») y tener a pie de calle todos los servicios necesarios para la vida diaria. «Aquí cogen el coche para todo. El concepto de ir a dar una vuelta caminando no es viable». Niega también que exista el «sueño americano». «Es un engaño brutal. Tienen muchas más cosas que nosotros, pero las aprovechan menos porque nuestra vida familiar y social es mucho más intensa que la suya».
La vida lejos de casa es dura - «la primera semana nos faltó poco para coger tres aviones de vuelta a Valencia»-, dice, pero «viajar y vivir fuera te abre la mente».
Acepta su buena suerte con gratitud. Los españoles están bien considerados, pero la ignorancia sobre nuestro país es generalizada. «En ocasiones nos confunden con puertorriqueños, mexicanos o ecuatorianos. Pero los que han viajado a Europa o a España nos preguntan asombradísimos: ‘What are you doing here?’ (‘¿Qué haces aquí?’) Se extrañan de que estemos aquí con lo maravilloso que es nuestro país».
Los tópicos se resisten
El pasaporte de Rocío Sorzano tiene muchos sellos. Con 34 años, esta arquitecta ha vivido en Holanda, Australia y China, pero ahora es una «british» más. Al menos de corazón, porque en el día a día es testigo de las diferencias que aún separan a los anglosajones de los mediterráneos. «Pensé al llegar que serían más justos, pero todavía siento que, de alguna manera, y pese a que somos muy buenos profesionales, no nos toman muy en serio, ya sea por el idioma (ella lo domina a la perfección), porque piensen que estamos de paso o simplemente porque se sienten amenazados». Además, asegura que desde el Brexit se percibe una tensión mayor. Comenta entre jocosa y decepcionada que a los británicos es «difícil quitarles de la cabeza que no todos los españoles hacemos la siesta a diario. Siempre hay alguna pregunta concerniente a los típicos estereotipos».
Rocío lleva ya tres años viviendo en Southwark Bridge (Londres) y no tiene intención de volver a su Valencia natal a corto plazo. Hay pocas cosas que eche de menos («aquí es fácil encontrar comida española») y es porque siempre que puede se rodea de españoles. «En mi lugar de trabajo somos muchísimos y es fácil encontrarte con gente con la que has estudiado». Asimismo, las buenas conexiones aéreas hacen más fácil las visitas de amigos y familiares que siempre traen algo de casa. Menos el sol. «¡Cómo lo echo de menos!», protesta. «El verano es frío. Te pasas el año esperando a que llegue el buen tiempo y cuando menos te lo esperas, ya es invierno de nuevo». A eso, asegura rotunda, «no te acostumbras nunca». Pese a todo, recomienda dar el salto. «Hay mucho trabajo, buenos salarios y es muy fácil volar a España».
Cristian, María y Rocío son tres de los más de 2,4 millones de españoles que residen en el extranjero. Se marcharon en busca de las oportunidades laborales que se les negaron en España. Este año pasarán el verano alejados de los suyos, soñando con la luz del Mediterráneo y deseando ver cumplidos sus sueños, uno de ellos, el de volver, aunque solo fuera para compartir una sobremesa más con los suyos.
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