Sevilla
Hugh Thomas, antes manzanilla La Goya que güisqui escocés
Lord Thomas of Swynnerton descubre claves de su intimidad sevillana, como la relación con Paco, su barbero de la Puerta de la Carne
El barbero de Umbral le advirtió a éste cuando, después de años de confianza, el escritor se presentó a cortarse el pelo acompañado de Ramoncín, siendo Ramoncín un macarra con pretensiones y no el actual tozudo paciente de cirugía plástica: «Vigila a este punki, que no quiero que se me mee en las macetas». El escritor zanjó: «Este punki lee a Balzac». Y se sentó a esperar. A muchos, la relación con el peluquero se les prolonga desde la adolescencia hasta la madurez y más allá. En vuelo rasante, el peluquero deviene en confesor o en ayuda de cámara, como le pasó a Picasso, que siempre fue más amable, y también más generoso, con su barbero que con sus amantes. Y le guardó fidelidad, primero hasta la calvicie y, luego, hasta la muerte. Hugh Thomas, que suponemos eligió nacer en Inglaterra para distanciarse y poder explicar el reñidero español, ha establecido una relación de años con Paco, el barbero sevillanísimo de la Puerta de la Carne. Al contrario que Beumarchais, que fundó el mito de «Fígaro, el barbero de Sevilla», sin haber tenido un rato para conocer Andalucía. Expliquemos que Paco, habiendo rebasado los 70, no se quiere jubilar, que atiende a los ejecutivos que corren al AVE a las 6.30 de la mañana, que el establecimiento es un zaquizamí de –tirando por lo alto– diez metros cuadrados y que, pese a su larga relación, el lord y el barbero, además del saludo, siempre se ciñen al mismo diálogo: «¿Cómo se lo dejo?», «córteme poco, por favor». Nadie encuentra un barbero siendo turista, he ahí la conclusión. Thomas ha estudiado el imperio español, Cuba, Méjico, a los conquistadores y entregó un compendio sobre la trata, convertido en prontuario de la esclavitud con el paso de los años. Sin embargo, su relación con Sevilla, con Andalucía o con España, se ha anclado más con amistades, costumbres y descubrimientos íntimos.
En el salón de las Casas de la Judería, (abigarrado, denso, tenue), el estudioso espera con su mujer, que una vez hechas las presentaciones se desplaza a otra mesa, para poder leer con tranquilidad. Trae el noble unos parches rosados en la cara y un porte erguido, entre lobo de mar y bon vivant en retirada. Lleva un blazer de botones cruzados, que se hubiera puesto quitándose a prisa el batín, porque tenemos la sensación de estar en el salón de su casa. Con una mirada frontal y algo borrosa, con una cortesía tasada y fría, cuando ha recibido una decena de flashes del fotógrafo, pregunta airado: «¿Pero este señor no ha acabado ya?».
Prefiere hablar en español, y aunque a veces la conversación se cruza al inglés, Thomas, reconduce: «En cristiano, hablemos en cristiano».
–El único museo sobre la esclavitud, que se sepa, está en Liverpool, principal puerto negrero. En la entrada, el director advierte con un pequeño cartel: «Todo lo que verán a continuación forma parte de una de las etapas más siniestras de la humanidad. Debemos conseguir que no se repita». Una actitud muy inglesa, ¿no le parece?
–En Inglaterra fue donde comenzaron los movimientos abolicionistas y gracias a ellos se pudo establecer una conciencia universal sobre la igualdad. Las grandes fortunas de esos siglos están sustentadas sobre el comercio esclavista, sobre la trata. Sólo hay que indagar en los apellidos, todavía vigentes estos días. Según diferentes estudios, los principales tratantes fueron los portugueses, los ingleses, los franceses, los holandeses y los españoles, por este orden. En total, se calcula una explotación de más de 11 millones de personas durante casi cinco siglos. Los jefes tribales y los reyezuelos africanos se lucraron y sin su colaboración la explotación no hubiera podido hacerse como lo conocemos.
–¿Si hubiera vivido en esa época, pongamos en el siglo XVII, habría tenido la posibilidad de enfrentarse a un negocio que estaba establecido y se consideraba legal? Con nuestro actual patrón de valores, resulta intolerable. Pero entonces la mentalidad era otra.
–Me gustaría pensar que me hubiera enfrentado a ese comercio, pero es verdad lo que usted dice, la mentalidad era otra.
Toda la trayectoria de Thomas ha ayudado a enfocar sobre España la mirada del otro, tan oportuna para saber de nuestras propias medidas y cuyo objetivo ya estaba en aquella frase de Camus: «¿Qué sabríamos de nosotros si no fuera por lo que nos dicen los demás?». El lord lleva medio siglo «visitrabajando» en España, pero evita la petulancia: «Vengo unas cuatro veces al año, he recorrido Andalucía, por supuesto. Y también Oviedo, Cataluña, pero, por ejemplo, me gustaría conocer mejor Castilla La Vieja, donde sí he visitado Salamanca o Valladolid». Tal interés ha dado una obra vasta, prolija, sorprendentemente abundante: «Tengo la fortuna de haber contado con algún buen ayudante. En mis estudios sobre Hernán Cortés, por ejemplo, me ha ayudado, y su capacidad es magnífica, la profesora navarra Teresa Arranau. Ella ha podido explicar, gracias a sus estudios sobre la lectura, los documentos que nos ayudan a comprender la gigantesca figura del descubridor».
Agotado el tiempo del encuentro, una rigurosa media hora, Thomas reclama información sobre el material a publicar, ofrece su correo electrónico y pide que se le envíe la redacción.
–Por cierto, una última cuestión, señor Thomas, ¿a usted le gusta beber?, ¿quizá algún buen escocés?
–No, escocés, no. Manzanilla. La goya, siempre que sea posible.
FICHA DE CONTEXTO
El encuentro tiene varios padrinos, la americanista Enriqueta Vila y el duque de Segorbe, propietario del lugar donde se aloja el matrimonio Thomas: una de las propiedades ducales que se extienden, magníficas y recónditas, entre los callejones de la vieja judería sevillana. Durante la concertación de la cita, Thomas dispone el lugar y la hora y cumple esmeradamente su palabra. Desde la calle Santa María hasta el archivo de Indias hay un agradable paseo que ha recorrido muchas veces: «Todo ha cambiado. Los documentos están digitalizados y me cuesta más trabajo, me gustaba más la investigación en la forma tradicional. Los documentos de la Iglesia todavía se pueden consultar así, al no estar todos digitalizados».
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