Sin techo
Un mendigo en Buenos Aires
Un mendigo en Buenos Aires
Dan pena, desharrapados, vestidos con ropas usadas, que les quedan holgadas o cortas, el chaleco de grandes bolsillos, donde meten sus pocos enseres, un paquete de cigarros, una cuchara de peltre, unas telas de lanilla que usan a modo de pañuelo y asoman por el borde de la camisa; a veces les anudan al cuello para evitar las bajas temperaturas.
Es invierno en Buenos Aires, la gente vuelve deprisa a sus trabajos, no mira alrededor y menos a las aceras y portales, donde bajo una raída manta han dormido de madrugada.
Son parte del paisaje cotidiano, como tal, personajes anodinos, sin caras que recordar.
Sin embargo hace unos días contemplé con asombro una escena real; la Plaza Recoleta, bullía entre visitantes de todas razas, unas parejas bailaban tangos, al son de una vieja radio colocada en el suelo, (que gemía tiempos mejores), y un sombrero se llenaba de pesos al son del mítico baile.
Dos turistas de mediana edad, iban con paso rápido atravesando la esquina sin mirar demasiado, apresuraron el paso los últimos segundos antes de cerrar el semáforo.
Entonces apareció él, alto, ropa oscura, coleta gris recogida y abundante, se envolvía en una frazada blanca anudada al cuello, tenía un zapato roto. Hacía señas entre la gente, a cierta distancia se podía pensar en un robo, nada menos cierto.
Un autobús saltó a gran velocidad sin respetar los últimos parpadeos del semáforo, los turistas no lo oyeron llegar; entonces el mendigo, abrió los brazos, moviendo la manta al viento, y se plantó ante la guagua agitando sus manos abiertas; el conductor frenó de golpe con un fuerte chirriar de llantas: pocas personas se dieron cuenta de aquel arrojo, el instante que separa una tarde de compras al sol, de un accidente rápido, eso es una “causalidad”, un soplo de viento fresco, que me envolvió unos momentos. Fueron unos segundos inenarrables que presencié desde el cruce, a las cuatro de la tarde.
Apoyada en un árbol, temblando, vi la manta tirada en el suelo, y comprendí sobrecogida, que el mendigo desharrapado, había hecho un acto heroico con naturalidad, arriesgándose para salvar dos vidas desconocidas. Desapareció, sin más, no me dio tiempo para darle un abrazo y entender que sus dos alas se escondían bajo la frazada blanca, ahora pisoteada en el pavimento.
Le di las gracias por lo bajito, sabiendo que los ángeles nos cuidan a diario, a veces se camuflan de jóvenes, otras de mendigos, que se dejan ver de vez en cuando, silenciosamente, si son las cuatro de la tarde en Recoleta entre el bullicio de la gente que vuelve a sus trabajos, una tarde fría de invierno, mientras se oyen milongas y tangos en una vieja radio rodeada de monedas, que repite “Mi Buenos Aires querido”.
*Rosa Ciriquián Costi es presidenta de Pro-Vida Asdevi Sevilla.
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