Apertura

El Rastro: entre la nostalgia y la incertidumbre

El mercadillo ambulante abrió ayer, tras ocho meses en barbecho, con fuertes controles policiales, menos puestos, el aforo limitado y menos compras de las deseables por los comerciantes

«Raro, raro, raro», que diría el padre de un famoso en asuntos más mundanos y no tan vitales, a efectos sentimentales, como la apertura de El Rastro tras ochos meses clausurado por la pandemia. Comerciantes, paseantes y demás paisanaje local y de otras provincias estaban a verlas venir, con ilusión y afirmaciones que siempre quedaban en puntos suspensivos ante una incertidumbre que no se ha despejado en el primer día. Reducido el aforo de visitantes 2.702 personas y 500 tenderetes, a lo que hay que añadir los bares y restaurantes de la zona, se palpaba la situación de vivir un momento histórico, por excepcional, que extirpaba de raíz los recuerdos de antaño y se vivía un presente y se presentía un futuro que no va a ser el mismo. Por ejemplo, dar múltiples rodeos para llegar a los puestos y establecimientos. El despiste era general; tanto, que ni siquiera una concentración reivindicando la esencia de El Rastro antes de la pandemia, una atracción más, no se tenía en cuenta entre los viandantes.

Los de toda la vida

El primer paso era buscar los tenderetes de toda la vida, que es decir mucho. Amel, con un puesto de artesanía de piel y marroquinería –en otras palabras, donde se adquieren esas mochilas de cuero, cinturones y bolsos– está a su afán, que no es otro que vender y el trato cara a cara con el que se acerca a curiosear y, a poco que se tenga una conversación con él, llevarse algún artículo. Está algo perdido por su nueva ubicación, ya que su puesto estaba en otro lado de la Ribera de Curtidores. A eso hay que añadir la restricción de metros y demás reestructuraciones. «Para los ciudadanos de Madrid, el sinónimo de domingo es venir al Rastro», dice rotundo ante el recurrente pensamiento de que «después de ocho meses cerrados, las personas no pierdan la costumbre de acudir aquí». Las cintas de plástico que ha colocado la Policía –que inspiran más a un cerco del lugar de un crimen– le sacan un poco de quicio, «porque la gente tiene que ir para allí y para acá hasta que llegan aquí, creo que hubiese sido mejor poner unas marcas en el suelo». A pesar de las críticas está esperanzado: «Vender, ya venderemos, falta un tiempo para hacer una vida normal. Lo importante es que nadie se olvide que seguimos aquí después de tantos meses de sufrimiento. No es solo que el negocio haya estado cerrado, que fastidia, pero a mí me ha afectado más que me quitasen mi forma de vivir, mi rutina, el contacto con los clientes».

Mónica y su esposo hace tiempo que no se paseaban por los múltiples venas y arterias que bombean El Rastro. «Tenía ganas de volver, más ahora, que hay menos gente». Esa primera reflexión la va matizando a medida que sigue la conversación. «Bueno, la verdad es que se echa un poco de menos las aglomeraciones y con tanta Policía me siento un poco vigilada». Sin embargo, no pierden la costumbre «de mirar y comprar algo que nos llame la atención». Por lo pronto, lleva unos guantes y algo más caerá. Después, a perpetuar la tradición: un vermut y unas gambas que no falten.

Andrea, Anabel y Diego –las dos primeras tienen 23 años y el chico, 19– perdieron ayer su virginidad por este mercadillo y, como tantos jóvenes que ahora lucimos canas, ha sido aquí donde se han comprado los primeros anillos y pendientes «a diez euros» y Diego se ha probado algunos vaqueros de una marca molona. «No habíamos venido y nos parece un buen plan para el domingo», dice Anabel, «es verdad que ahora hay menos gente, pero imagino que cuando todo estaba lleno las personas tenían más ganas de comprar», añade.

Atención a estas afirmaciones, que puntualizan los dueños de «El rincón del Rastro», una tienda de antigüedades que se inauguró hace 55 años por la voluntad de José Barranco, de 95 años, que aún está sentado detrás de la mesa. Su hijo, José Miguel, apunta que El Rastro ya no es lo que era desde hace años «porque cada vez hay menos artesanos y más tenderetes de chinos que venden copias que te puedes encontrar en cualquier lugar. Entristece porque no es ni la sombra de lo que era». Sobre su negocio –un establecimiento con piezas que para cualquier glotón de la decoración tiene dónde elegir– dice que «la pandemia nos afectó como a todos». Ellos están abiertos todos los días, pero admite que el cierre de El Rastro los domingos les ha afectado. «Había más tranquilidad y ahora mismo abrir nos cuesta dinero». En una acera paralela a la Ribera de Curtidores, ahora se necesita un plano para acceder a su tienda. Sin embargo, permanecen ajenos a eso: «Afortunadamente tenemos clientes fieles, que suelen acudir sobre las 12:30 horas. Tienen tanta experiencia en esta zona que la cantidad de Policía ni les va ni les viene: «Antes de la pandemia había muchos de paisano para vigilar a los carteristas».

¿Y los bares? La mayoría de los viandantes asiduos saben que el servicio sobre todo era en barra, en establecimientos pequeños donde se estaba como en latas de sardinas. Uno de los sitios de referencia es Casa Amadeo que, desde 1942, ofrece las raciones castizas: caracoles, callos, bacalao... Juan, uno de sus responsables, narra que el cierre de El Rastro trajo consigo «un 90 por ciento de pérdidas porque gran parte de nuestros ingresos se generan los domingos». Bajaron la persiana metálica la durante el confinamiento y también en septiembre, «porque no salían las cuentas». Ayer no pudieron poner la terraza, cuatro mesas apenas, «porque hay que respetar a los puestos». Admiten que lo malo son “los cordones policiales que impiden a los clientes hacer el tránsito normal». No echan mano a la resignación, pero sí al realismo: «Mejor esto que estar cerrados, pero El Rastro no va a ser igual, aunque vengan los vecinos de toda la vida». Mientras, a la espera de los ávidos de tapas y raciones que dan una alegría a las grasas y cuyo olor y sabor llega al alma, mantienen la experiencia y su buen hacer.