La historia final
Las sonadas fiestas que hubo en Madrid tras la canonización de San Isidro
Aliviaron el luto por la muerte de Felipe III. Madrid no paró hasta conseguir que el ya santo popular de todos fuera hecho santo por Roma. Ahora, él está deseando hacernos su milagro contra la Covid porque nos lo merecemos
Por fin el 24 de junio de 1619 se le hizo beato a San Isidro. Los plateros de Madrid regalaron un sepulcro de plata nuevo, que es en el que reposan hoy en sus restos. Se tuvo la feliz idea de conservar la primera arca, con la decoración de sus milagros.
Pero simultáneamente Felipe III enfermó gravísimamente en Casarrubios. Allá se trasladó el cuerpo de Isidro, por enésima vez, y el rey sanó. Tanto júbilo se festejó y el Breve de beatificación se imprimió y repartió por la ciudad, que se lanzaron dos mil copias en español y mil en latín. Este fue el milagro definitivo: a Barrionuevo se le ordenó quedarse en Roma para conseguir ahora la canonización. Era tanta la alegría que el dominico Mendoza pidió que se exhumara y trajera desde Torrelaguna el cuerpo de la esposa, María Toribia, María de la Cabeza. La historia de la esposa también tiene su aquel y alguna que otra invención de la ebullicionante mente de Lope de Vega.
El triunfo de Madrid, de esa Villa –o ciudad– peleona, que no tiene costumbre de quedarse mirando a su cielo velazqueño esperando a que pasen las cosas, sino que las pelea, como lo hizo para recuperar la Corte (de aquella manera, sí y sobornando a todo al que hubo que sobornar), y en otras ocasiones a lo largo de su historia, incluso de la más recientísima, ese Madrid no paró hasta conseguir que el ya santo popular de todos, de las creencias, del arte, de las comedias, de los poemas, de las hagiografías, fuera hecho santo por Roma.
Y Madrid lo consiguió. Pero lo consiguió también de manera singular porque estuvo a punto de no conseguirlo ya que Roma no quería, acaso llevados por la prudencia, canonizar a Isidro. El jarro de agua fría cayó esta vez en julio de 1621: «En este ayuntamiento se vio una carta del señor don Diego de Barrionuevo de Roma, con la cual ha despachado un correo extraordinario dando cuenta de cómo Su Santidad ha hecho gracia de canonizar al Padre Ignacio y al Padre Javier de la Compañía de Jesús y otro santo, y que cesase por ahora la canonización del bienaventurado San Isidro…». El «otro santo» era san Felipe Neri y faltaba la santa, santa Teresa; porque se hizo santos a cinco a la vez: san Isidro, san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier, san Felipe Neri y santa Teresa de Jesús.
Habían pensado mandarle al Papa de obsequio la reliquia del dedo del santo, que se lo había cortado. Cayeron en la cuenta que lo tenían en Palacio, desde lo de Casarrubios seguramente, así que se le podría mandar la sábana en la que estaba envuelto el cuerpo.
Felipe IV apostó decididamente por la canonización de Santa Teresa y de San Isidro. ¡Cuánto le debe Madrid a ese gran rey!
Las fiestas que hubo en Madrid en 1622 sirvieron para aliviar el luto por la muerte de Felipe III (acaecida el 31 de marzo de 1621), pero también para que algunas familias hidalgas fijaran su nombre por los siglos de los siglos junto al de Madrid (los Vargas), para que los jesuitas festejaran a los suyos y… sobre todo para que la Villa de Madrid (no la Corte en Madrid, sino la Villa) pudiera ensalzar a uno de los suyos que al fin alcanzaba la santidad. Las fiestas de la Compañía fueron sonadas; pero las de la Villa, aún más. Para otra ocasión quedará el explicar cómo se financiaron tantas máscaras, procesiones, luminarias. Por cierto, se encargó a Jaime Bleda que hiciera una versión del códice de Juan Diácono, y la imprimió Tomás Justi en 1622.
La iglesia de san Andrés fue engalanada como nunca. Curiosamente y por vez primera, pendían tapices de la China.
Hubo concursos de poesía, en la Plaza de la Cebada se colgó «una pintura de san Isidro arando con un par de bueyes con tanta gracia y perfección que engañaba a los ojos de los que se detenían a verla porque parecía se movían a cualquier parte y miraban a quien los miraba», y los hortelanos de Madrid adornaron el camino de la gran procesión general con frutos de sus huertas; toda la ciudad se echó a la calle y danzantes y gigantes y cabezudos, y no hubo más gente porque la de los pueblos de alrededor se arredraron por culpa de la mucha lluvia que caía y aun a pesar de todo, hubo una constante: la ruralización de la fiesta. El primer carro era de Saturno representando la primera era feliz, cuando los hombres vivían del fruto de las tierras.
Pasó el tiempo. No sin tiras y aflojas se remodeló la iglesia parroquial de San Andrés y no sin pena ni gloria, la vida siguió, se consolidaron mitos y leyendas sagradas e Isidro siguió viviendo de tú a tú con los madrileños, que para algo era su santo, canonizado o no, desde por lo menos el siglo XIII. Se remodeló su iglesia, no sin problemas y se levantó un baldaquino para proteger sus reliquias. Pero, sobre todo, en aquel 1622 Lerma triunfó, como otrora lo hizo el Cid, después de haber caído: en el paquete de santos, iba un familiar suyo, Borja, y otro jesuita, Francisco Javier y un labrador de su amado Madrid. No olvidemos que Lerma era sobrino del primero de esos santos.
Acaba de celebrarse en la Universidad San Dámaso el primer congreso dedicado a Lope e Isidro, gracias a la feliz iniciativa de los profesores Jesús Ponce Cárdenas y Pilar González Casado.
¡Qué gran oportunidad para volver a echar la casa por la ventana en fiestas, celebraciones y ediciones científicas para conmemorar este inminente cuarto centenario de la canonización del santo patrón de Madrid, que está deseando hacernos su milagro contra la Covid porque nos lo merecemos!
Alfredo Alvar Ezquerra es profesor de Investigación del CSIC
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