Opinión
Legitimar la mentira
Como dice Umbral, no es que la tradición sea mentira, es que hemos convertido la mentira en tradición
Uno aprende a mentir en la infancia y a conocer la mentira en la madurez. Uno comienza a mentir con mentirijillas, de manera más venial que capital, para eludir las verdades menudas de la niñez, pero ahora mentimos para dar fundamento de verdad a lo que son mentiras con octanaje. El niño crece con el convencimiento de que la mentira del caramelo birlado –la malicia infantil tiene el candor de la ingenuidad, de juego pueril y pícaro– es mera inocencia y, ya de adulto, cuando ya se comienza a rebajar a la autoridad sus galones y entorchados, se entrega a las selvas del embuste con el convencimiento de que carece de la misma relevancia de cuando éramos niños. Se crece con la pedagogía de decir la verdad y vetar la mentira sin percatarnos de que nuestra sociedad asienta sus principios en mentiras y no en verdades: los buenos heredarán reinos celestiales, los mejores llegarán lejos y el esfuerzo será recompensado.
Solo hay que reparar a nuestro alrededor para descubrir la cantidad de magalufas con jeta que viven al pairo del bienestar sin dar ni chapa. Como dice Umbral, no es que la tradición sea mentira, es que hemos convertido la mentira en tradición. El asunto se torna más duro cuando la mentira sustituye al discurso y en lugar de reflexionar un programa electoral se opta por el bulo. La política miente, con esa monotonía cansada que tiene la lluvia, todos los días, desde los que aseguran que los jueces son machistas hasta los que aseguran que Sánchez, Pedro, quiere encerrar a la oposición en la cárcel. El tema es que la mentira es venial en la ciudadanía, pero deviene mortal en política. Los políticos están legitimando la mentira para deslegitimar al adversario, pero lo que hacen es desacreditar la democracia, porque, cuando se ha asumido que los políticos pueden mentir, ¿qué cabe esperar de ellos? ¿La verdad?
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