Noche de Jueves
Sin cámara en el móvil
Ha sido ahora cuando me he dado cuenta de que se me había olvidado mirar
El móvil prometía ser el huevo Fabergé de la modernidad. Aquello que nos ayudaría a aprehender el futuro. No a ser de la época, sino a desbordar nuestra época, parafraseando a André Gide, que era un señor con una calva muy bien peinada, como diría o dijo Francisco Umbral. El teléfono llegó como una tecnología y ahora más bien pervive como una cultura. Y, en especial, como una cultura destinada a perpetuar ciertas adolescencias mal resueltas más que a ayudarnos a adelantar ciertos frutos de la madurez. Anthony Burguess hacía hablar «nadsat» a los personajes de «La naranja mecánica», porque todavía vivía asentado en las civilizaciones de lo analógico y consideraba que lo lumpen y lo proveniente de lo orillado daba para amasar utopías futuribles. Creía que con el verbo todavía se podía jugar a ser Casandra y hacer anticipaciones. Se equivocó porque no alumbraba que el mañana sería una cascada de lo visual, algo más en plan Black Mirror. Esto lo entrevió mejor otro novelista/vaticinador, Orwell, que cinceló una frase impecable: «El trabajo sucio de un imperio». Leída a día de hoy, parece pensada para definir al móvil.
Llevo varios días sin cámara en el IPhone. La primera impresión es la de un hombre que ha perdido las gafas. Pasados unos días me doy cuenta de que se me había olvidado mirar. Los abuelos acertaban al apuntar que pueden encontrarse más riquezas en las estrecheces que en mares llenos de abundancia. Los móviles trajeron consigo el hiperbólico mundo de lo ilimitado, reduciendo el viejo carrete de fotos en una obsolescencia del siglo XX. Aquella acotación obligaba a fijarnos. Ahora viajo reparando en detalles que antes solo fotografiaba. Creía que el móvil nos abría una ventana, pero me quedo con la desasosegante impresión de que en realidad nos había vuelto más ciegos.
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