Opinión
La procesión como obra de arte total
El arte cristiano sale al exterior y convierte las calles en escenario del despliegue visible de un mensaje milenario
Richard Wagner plantea la “obra de arte total” como un ideal artístico en que se combinan los elementos de las distintas artes, desde la lírica hasta las artes plásticas. Una obra de arte total convive con nosotros en una expresión artística no de todos apreciada: la liturgia católica. Los templos son espacios arquitectónicos en que la pintura, la escultura, la música… adoban ciertos gestos, las composiciones literarias de la sagradas escrituras, los vetustos himnos y las añejas oraciones que se vienen repitiendo en ellas desde hace centenares de años. La liturgia desciende hasta recodos de la sensibilidad ignorados por las “bellas artes” hasta hace muy poco: junto a los distinguidos acordes del órgano, hallamos también el perfume del crisma, el aroma del incienso, e incluso el gusto de la sal o del vino.
En Semana Santa, el arte cristiano sale al exterior y convierte las calles de nuestras ciudades en escenario del despliegue visible de un mensaje milenario. La procesión es un reflejo popular de la liturgia católica. Por eso es una acción colectiva. En ella todos tienen cabida, igual que la liturgia expresa la pertenencia de todos los fieles a la Iglesia, manifestada en la unidad de posturas corporales, en los himnos y cantos alzados de consuno a Dios.
Por estas fechas los españoles hemos realizado procesiones durante siglos, pero, hasta hace poco, no sabíamos que tenían “interés cultural”. De modo similar, hace algún tiempo, muchos españoles, cuando veían arte religioso, “tan sólo” contemplaban un Cristo, una Virgen o un santo…, unos para venerarlo, otros para aborrecerlo quizá. Hoy somos capaces de reconocer la belleza no menos en un san Jerónimo que en un Adonis. Los museos y los salones de conciertos nos señalan el arte digno de ser considerado como tal pero, a la vez, lo suelen disecar. Exhiben el arte sacro como el entomólogo clava una mariposa con un alfiler en un tablero. No es ya el encantador animal que revolotea entre las flores. Es belleza, pero fenecida.
Expresiones artísticas como las procesiones no pueden congelarse para ser mostradas como productos artísticos. No queda sino ejecutarlas. Ahora bien, ¿son nuestras procesiones nuevas repeticiones de una obra de arte descontextualizada? ¿Son como las marchas nupciales interpretadas en un auditorio, como una Venus a quien nadie venera, exhibida para contemplación de los circunstantes? Ciertamente, las evidentes manifestaciones de fe conviven con cierta tendencia a convertir las procesiones en una lucrativa atracción turística. Esto es inevitable. Ahora bien, nos encontramos en una coyuntura sugestiva, puesto que podemos admirar las procesiones como una magnífica obra de arte total, a la vez que aún estamos en condiciones de captar su significado. Algunos todavía reconocemos en el lienzo al Cristo, a la Virgen y al santo…, sin por eso desdeñar el artefacto como plasmación del genio.
A decir verdad, el significado de la procesión es lo que la dota de su plena potencia artística. Si una tragedia o un drama antiguos son aún conmovedores es porque la muerte o el amor tienen pleno sentido para nosotros. De manera semejante, toda la potencia significativa de los tambores, las multitudes de penitentes, las figuras barrocas y el incienso se apoya en dar voz al acontecimiento más grande de la historia: el creador del cielo y la tierra humanado es llevado al suplicio, un inexplicable deicidio se torna puerta de la salvación del género humano, el Inocente muere por los culpables, la sangre de Dios derramada es medicina curativa para los que, como Él, transitan afligidos por un valle de lágrimas.
* David Torrijos Castrillejo es Profesor de filosofía en la Universidad Eclesiástica San Dámaso
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