Crítica de cine
Mike Leigh, hecho un pincel
Quién sabe: si el protagonista de «Naked» hubiera nacido en el siglo XVIII y, en vez de convertirse en «homeless» gruñón, hubiera explotado sus dotes como pintor precoz y visionario, ¿no se parecería mucho a J.W.W. Turner, el «pintor de la luz», el artista que llevó el paisaje romántico a una dimensión de trascendencia y abstracción que, en su época, pocos supieron apreciar? En «Mr. Turner», Mike Leigh está contando la historia de un misántropo con el alma sensible, un «Naked» del romanticismo. «Turner es uno de los grandes pintores de la Historia, un revolucionario», declaró ayer el cineasta inglés en rueda de prensa. «Quería ilustrar la tensión entre este hombre difícil, complejo y dañado en lo personal, y la épica espiritual de su obra al captar el mundo». En este proyecto acariciado a lo largo de dos décadas, Leigh consigue lo que se propone: reformular el género del «biopic» –la película cuenta los últimos veinticinco años de la vida de Turner con ánimo impresionista, con generosas elipsis y sin pecar de explicativa– para integrar al personaje histórico en el imaginario de su filmografía, resultando, de paso, su obra visualmente más hermosa. La ovación de la prensa augura premio. Sería, si suena la flauta, su segunda Palma de Oro después de «Secretos y mentiras», con la que ganó el certamen en 1996.
Hacerse carne y hueso
No es la primera vez que Mike Leigh se atreve con el cine de época. «Vera Drake» y, sobre todo, «Tupsy-Turvy», sobre los músicos Gilbert & Sullivan, son precedentes ilustres de este «Mr. Turner». Podría pensarse que la Historia es capaz de modificar el riguroso y singular método de trabajo de Leigh, que consiste en un largo periodo de ensayos (alrededor de los seis meses) con los actores para que, juntos, encuentren la voz de sus personajes y desarrollen la trama que protagonizarán. «En esencia mi técnica no ha cambiado respecto a cualquier otra de mis películas. Puedes leer miles de libros sobre Turner, pero a la hora de la verdad tendrá que hacerse carne y hueso. Y ahí entra mi modo de colaborar con los actores. Teníamos mucha información sobre el personaje, pero había que crearlo desde la ficción, no desde el documental». Y matizó: «Por supuesto, no había guión, como de costumbre». Quizá ese método libera a la película del acartonamiento habitual del cine de época, dándole la visceral vitalidad de los cuadros de Turner, a quien encarna Timothy Spall, en su quinta colaboración con Leigh. La suya es una interpretación memorable, que convierte un saco de tics –por ejemplo, esos gruñidos trogloditas que emite el pintor cuando algo le disgusta– en parte esencial de las contradicciones del personaje, tan cerca de un primitivismo de villano de novela de Dickens como de la sensibilidad solitaria, opaca, de un artista cuya obra se resistía a las etiquetas. «El genio nunca está contenido en envases románticos. A menudo los genios son sociópatas, son extraños, viven en conflicto y tienen un aspecto raro», confesó Spall, que dedicó dos años a aprender a dibujar y pintar para interpretarlo. «En Turner esta enorme paradoja entre lo bruto que es el hombre, con luz en su interior pero la incapacidad para expresarla, y por otro, su genio visual único fue algo muy interesante de investigar».
La película se debate entre la oscuridad y la luz. La relación de Turner con su ama de llaves, de la que abusa sexualmente, y con su ex amante, con la que tuvo dos hijas, baña de tinieblas su estancia londinense. La relación que establece con la dueña de una posada en un pueblo pesquero, viuda y cordial, saca lo mejor de un personaje que puede resultar hosco y excéntrico. Es esa relación la que potencia la etapa más experimental de la pintura de Turner, también la más luminosa, y la que siembra el desconcierto de sus colegas de la Academia y despertaría la admiración entre los impresionistas. Es entonces cuando exclama, ya en su lecho de muerte y a punto de expirar, «Sol es Dios». Es entonces cuando la película explora con más profundidad los vínculos que existen entre cine y pintura y, por extensión, entre pintura y subjetividad. «Turner pintaba lo que veía. Veía más allá del cielo y la tierra, más allá de los límites de la experiencia», declaró Leigh. Spall remató su discurso: «Era un pintor de lo sublime. De lo sublime entendido como la tensión entre la implicación del hombre en el horror y la belleza de la naturaleza, y la futilidad del hombre en todo ello».
Película humanista
Leigh no se limita a filmar los paisajes que sirven como inspiración a la obra de Turner como quien no quiere la cosa y se limita a recortar una postal turística. Da su propia versión de la luz filtrada por la cámara de Dick Pope, sugiriendo que lo importante está en la mirada y no en el original. No recrea los cuadros sino que los reinventa a su medida.«Mr. Turner» es una película humanista, casi tanto como lo es «Timbuktú», de Abderraman Sissako. Impactado por la invasión yihadista del norte de Mali en 2012 y sus efectos sobre las tradiciones y el estilo de vida de los habitantes de la región, el autor de «Bamako» construye en esta película un relato coral donde muestra la crueldad y la ignorancia del fundamentalismo islámico –la prohibición de fumar y beber, de poder escuchar y tocar música, de jugar al fútbol, de que las mujeres lleven la cara y las manos descubiertas– sin dejarse llevar por el exceso. Es, a la vez, una película muy bella y bastante cruda. Imposible no sentir empatía por la impotencia de un pueblo que ha perdido su voz, que vive de manera permanente en una cárcel de castigos mortales y arbitrarios. Imposible no sentirse conmovido, al mismo tiempo, por la historia de ese tuareg que mata por accidente a un pescador y que, en la mejor escena que tiene esta película, confiesa a su ejecutor, emocionado traductor mediante, que lo último que quiere ver es el rostro de su hija de doce años. Imposible no aplaudir ese partido de fútbol sin pelota de los que quieren seguir jugando aunque sea con lo invisible.
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