Opinión

Blanco

No sé por qué motivo antes de manchar la página en blanco, tortura de la mayoría de los escritores, me ha venido el recuerdo del libro de Octavio Paz que publicó en 1966 y cuya primera edición se encuentra en algún lugar de mi desordenada biblioteca. Me he visto obligado a acudir al undécimo volumen de las «Obras Completas», editadas al cuidado del propio autor y contando con el esfuerzo de mi desaparecido amigo Nicanor Vélez, en la primera Galaxia Gutenberg. Es un poema que podría inscribirse como uno de los pórticos de la Modernidad, un intento de alterar la disposición del poema en la página. Paz, en una brevísima introducción, propone varias formas de lectura, hasta seis. Tal vez este país, también en blanco, el más puro de los colores, permite incluso más formas de leer su posible realidad interna que el poema/libro de Octavio, cuya original disposición en la página difiere algo de aquella ya inencontrable primera edición. Allí respira el espíritu que se vivió en los años en los que permaneció de embajador en la India. «...Debería leerse como una sucesión de signos sobre una página única; a medida que avanza la lectura, la página se desdobla, un espacio que en su movimiento deja aparecer el texto y que, en cierto modo, lo produce. Algo así como el viaje inmóvil al que nos invita un rollo de pinturas y emblemas tántricos, si lo desenrollamos, se despliega ante nuestros ojos un ritual, una suerte de procesión o peregrinación hacia ¿dónde?». Lo importante, venía a decirnos el poeta, no era ya tanto el poema, sino el espacio que lo contenía. El poema de Paz resulta, pese a la deliberada oscuridad, más clarificador que algunos comentarios que podemos oír sobre la actual situación española, igualmente en blanco.

Porque, pese a la sobreabundancia de noticias –en su mayor parte judiciales– que nos aturden, la trama que nos sustenta no deja de ser la serenidad del color blanco y el problemático espacio sobre el que se asienta. El viaje, como en el poema de Paz, se entiende inmóvil. Y aquel hacia dónde vamos responde a una metafísica que podríamos interiorizar. Lo mismo se preguntaba otro gran poeta hispanoamericano, Rubén Darío. No es difícil pasar del individuo a la colectividad. Este blanco país –maravillosamente blanco en este año de nieves, que no de bienes– redescubre dolorosamente, una vez más, que está hecho de jirones. El conjunto es hermoso y cuenta con la belleza mancillada de sus playas y el turismo veraniego y la vieja Reconquista y guerras de toda índole –casi siempre civiles–, que han prodigado castillos y artesanías esparcidos por un espacio lleno, en consecuencia, de contradicciones. Hay una España húmeda y otra seca. Las lenguas, que enriquecen cuando no son aplastadas y hasta mancilladas, se entienden como conflictos. El catalán, el euskera, el gallego y, ahora, hasta el bable –contra el que luchó el viejo maestro Emilio Alarcos– se transforman en fantasmas que algunos quieren aplastar. El poema de España debería, sin embargo, leerse fluidamente sobre una misma página en construcción, donde cada lector descubriera aquellos valores que todavía permanecen compartidos. Los puentes se hunden, o los hunden, pero las páginas enrolladas de los manuscritos bien conservados constituyen el alma del pasado. No es en las bibliotecas donde hemos perdido la orientación y el sentido del hacia dónde vamos. La política, hoy tan desnortada, deja un blanco que es vacío, ausencia de diálogo, está sin palabras.

El espectáculo de los partidos es vergonzante. Los grandes bloques que la definían se han diluido en un centro amorfo, donde dos grupos se baten por la primacía electoral. En la izquierda ocurre otro tanto, aunque la lenta debacle –en términos de encuestas preelectorales– de Podemos, escindido en múltiples facciones e idearios, entre el que se encuentra aquella Izquierda Unida, que sustituyó al histórico Partido Comunista, convierte cualquier esperanza de un futuro mejor –la tuvimos– en pura melancolía. No menos grave es la situación de los independentistas catalanes, enzarzados en diversas mitificaciones, todas arraigadas en el pasado. El espectáculo que ofrecen los nuevos líderes poco tiene que ver con el reforzamiento del centroderecha vasco que, poco a poco, viene consiguiendo dádivas del centralismo a cambio de casi nada. Pero la suma, a la que convendría añadir el paro, el problema de las pensiones, la corrupción, la deuda, el feminismo –único movimiento transversal que ha conseguido borrar las fronteras–, la desaparición de las fuerzas sindicales, la revolución informática, la ausencia de líderes mundiales y un largo etcétera, resulta enigmática. Una hoja en blanco donde todo parece por hacer. Y sentimos la angustia de escribir en él algún sentido.