Opinión

Ciudad y poder

Esta fue la decimotercera reunión del Mobile World Congress (MWC) en la ciudad de Barcelona y autoridades y ciudadanos se muestran orgullosos de un acontecimiento que sitúa la ciudad en cabeza de la exposición tecnológica de empresas en crecimiento constante en este ámbito. Aporta a la ciudad (¿no era Peret quien cantaba aquello de que Barcelona era poderosa?) congresistas de alto nivel adquisitivo que llenan hoteles, restaurantes, taxis y producen una derrama de más de 400 millones de euros. Hasta la última convocatoria no cabía duda de que la ciudad, aunque en decreciente atractivo cultural, resultaba adecuada para albergar este arrebatador negocio tecnológico. Pero la alcaldesa de la ciudad utilizó el evento para hacer patente a las comunidades internacionales que la pretendida capital de la problemática república catalana (otros se entenderían mejor representados por Vic o Girona), está atravesando, como el resto de Cataluña, una situación políticamente kafkiana. Ada Colau, preocupada antes por desahucios y pobreza, visualizó su malestar ante el Rey, a la vez que el presidente del Parlament, rechazando intervenir en algún acto protocolario. El Presidente del MWC ya había advertido que era deseable cierta estabilidad político-ciudadana para sostener la capitalidad barcelonesa hasta 2023, pero los comités de defensa de la república y del estado español ocuparon algunas calles. Se realizó una cacerolada ritual y una vez más jugamos a una ineficaz ruleta rusa. Barcelona, L´Hospitalet y sus conurbaciones constituyen un amplio núcleo urbano que no es sólo fruto de la migración interior del campo a la ciudad de fines del s.XIX y comienzos del XX, sino que se han integrado en ellas comunidades latinoamericanas, africanas y asiáticas. El 80% de la población residente en España lo hace ya en ciudades en una evolución progresiva incapaz de detenerse.

Los separatismos arraigan y permanecen más fácilmente en núcleos de menor dimensión. Son resultado de una concepción del estado-nación que impulsó el imperialismo y que el siglo XXI está desterrando. El presidente Trump no triunfó en las grandes urbes estadounidenses, sino en la América profunda, rural, la que se aferra a la Asociación Nacional del Rifle. El Brexit británico solo venció en tres de las diez ciudades más pobladas de Gran Bretaña. El éxodo a las ciudades –por no mencionar las macrourbes latinoamericanas o chinas– se entiende imparable. El movimiento municipalista, tímido todavía en la España intervenida, convertida tras la Transición en laboratorio autonómico, se sitúa en un plano secundario. La Federación Española de Municipios, que preside el alcalde socialista de Vigo, Abel Caballero, no deja apenas oír su voz, sino para demandar algún aporte económico que gentilmente Montoro acaba de anunciar, aunque el poder municipal suponga el primer eslabón de una cadena a la que el ciudadano exige servicios inmediatos. Es el alcalde quien representa el primer eslabón del poder y, en consecuencia, Ada Colau yerra al confundir su posición políticamente minoritaria con el común, diverso y disperso interés ciudadano. La alcaldesa confunde representatividad e ideología al poner, ante el desinterés general de los congresistas que han venido a sus negocios, el todavía escaso riesgo de la continuidad. Políticamente es muy libre de tomar actitudes ambivalentes, aunque no como primera representante de la ciudad.

El problema de las grandes ciudades puede entenderse como un retorno a primarias concepciones organizativas de poder. La ciudad-estado constituyó una forma primitiva de organización. Bizancio, Atenas y Roma fueron ejes civilizadores y las ciudades italianas, ya en el Renacimiento, como las de Europa Central, constituyen referencias ineludibles de poder económico, comercial y cultural, precursoras de lo que se entiende como futuro. Quedan hoy todavía algunas reliquias. Josep Martí Font dedicó un estudio al tema, «La España de las ciudades. El Estado frente a la sociedad urbana» (2017), modelo que va más allá de proyectos urbanísticos y sociales, como el inspirado en la Barcelona de los noventa por Oriol Bohigas, que permitió a Pasqual Maragall a fines del pasado siglo abrir Barcelona al mar, todavía sin completar. Hubiera supuesto un incremento de poder político y administrativo (área metropolitana) que la Generalitat se empeñó en no delegar y sería válido posiblemente respecto a otras comunidades españolas. Tal vez las eurorregiones, si es que llegan a organizarse, puedan reordenar el poder de los estados-nación que ahora se antojan impermeables. Podrían, a la vez, solventar viejos problemas, como los de las lenguas minoritarias, que se nos presentan polémicos y hasta dramáticos; por ejemplo, la dispersión del catalán y sus formas dialectales en históricas zonas de influencia: la Cataluña francesa, Mallorca, Valencia, Alguer. Superando cualquier veleidad nacionalista culminaría aquella vetusta e impracticable utopía de Joan Fuster. Filólogos auténticos con la cabeza fría –y no políticos– tomarían la palabra. Algo tal vez habríamos ganado.