Opinión
Universidad: reforma y transparencia
La Universidad constituye desde la Edad Media la cúspide de un sistema educativo, aunque puedan figurar en su entorno otras instituciones como centros de investigación o profesionalización que completen estudios o permitan llegar más lejos. Desde las reformas napoleónicas las universidades abandonaron en parte sus orígenes religiosos y se secularizaron. En España no sin dificultades, ya que tras la centralizadora ley Moyano de 1857, el sistema universitario español conservador combatió el reformismo de los profesores krausistas y la Institución Libre de Enseñanza que se visualizaría en la Segunda República, cuando comenzó a asentarse la autonomía universitaria. Pero cualquier reforma resultaría exterminada tras la guerra civil, en el exilio parte de los maestros más renovadores, y el retorno al centralismo. Hasta 1970 no fue promulgada una Ley General de Educación y diez años más tarde comenzó a debatirse la nueva autonomía universitaria. Pero nuestra universidad nunca logró zafarse del vicio de sus orígenes, organización poco adecuada a los cambios sociales y a la falta de transparencia casi irremediable, incapaz de resistir los cantos de sirena de los partidos políticos y del poder económico, del que de algún modo entiende formar parte, porque en teoría profesores y estudiantes constituirían la élite del saber, la inteligencia y el poder. Las universidades siguen preguntándose cómo pueden o deben organizarse. Sus más que teóricas autonomías se rigen casi por reglas de mercado, sujetas a una financiación que administra el poder político de turno y a menudo añorando recabar fondos privados o deseando más apoyo público mientras acarician la bancarrota.
La crisis económica que sufrimos –y seguimos soportando– ha puesto en dificultades un exagerado número de centros que se crearon en años de bienestar y que nadie se atreve a clausurar, porque sobran muchos centros universitarios. Los menos relevantes carecen con frecuencia de un profesorado de excelencia y las fórmulas de acceso dejan mucho que desear. Las parciales reformas que se han efectuado no han llegado a configurar una reforma estable de la institución. Pero de ella depende el resto de la enseñanza pública y privada: maestros y profesores se forman en universidades públicas en su mayor parte o en las escasas privadas. Las nuevas especialidades y la investigación que se desarrolla en el seno de la institución requieren más y más fondos. El proyecto de cualquier enseñanza universal y gratuita tropezará con dificultades de financiación y su espíritu conservador y hasta rutinario hace casi imposible la autoreforma. Las universidades españolas funcionan mal, y ahora ya no puede achacarse a la égida de aquellos mejores que condicionaron los años cuarenta del pasado siglo. La decadencia puede observarse con la égida económica de nuestros mejores cerebros jóvenes, que hemos formado y financiado. Se sustituyó la cátedra todopoderosa del sistema germánico por el Departamento anglófilo en teoría más abierto. Pero el sistema de cooptación del profesorado apenas varió, pese a la supresión de las temibles oposiciones. La crisis ha eliminado plazas de funcionario permanente titular por profesores contratados en pésimas condiciones. Ya en tiempos de Ortega, éste se preguntaba por la misión de la Universidad. Pese a los años seguimos sin ideas claras. ¿Investigación o enseñanza?¿Tecnología o humanismo? La medicina ¿debe ser una excepción?.
Las referencias éticas son más que mejorables, fruto todo ello de la falta de transparencia de una institución, cuyos intentos de renovación, cuando se produjeron, fueron abortados. No existe ya una Institución Libre de Enseñanza ni ideales renovaciones pedagógicas, ni un conjunto de catedráticos capaces de perder su puesto por un idealismo renovador. Los mecanismos son ahora más sutiles, aunque ineficaces como acaba de comprobarse, porque el fenómeno de la Juan Carlos I constituye la punta de un iceberg, caricatura de la política. Este país necesita reformas en variados ámbitos y la universidad no deja de ser otra pieza del engranaje. Abrirla en canal y mostrar las vergüenzas del sistema no debería perturbarnos, porque no existen ni se esperan regeneracionismos. Ni siquiera organizaciones en este ámbito, comparables a Jueces para la Democracia. Cualquier reforma estaría obligada a utilizar luces largas y sus resultados se observarían a muy largo plazo. Poco, por consiguiente, que interese a nuestros políticos, cuya preocupación no va más allá de las próximas elecciones. Hay profesorado competente y sacrificado, hay centros de investigación que conviene sostener y alumnos interesados, pero convendría avizorar objetivos que durasen más de una generación. La transparencia resulta fundamental, así como potenciar una esencial enseñanza primaria y secundaria, reducir el exceso de centros y hasta el número de estudiantes: valorar méritos, corregir errores y no reparar en hacerlos públicos. De no hacerlo, seguirá la corrupción endógena del sistema. No es casual que ninguna universidad española aparezca entre las cien primeras.
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