Opinión

Escepticismo general

El fantasma que recorre Europa no es ya el comunismo, ni lo que con desprecio calificamos de populismo, ni siquiera la extrema derecha que asoma con esperanza en algunos países, sino un desconcertado escepticismo. La anciana Europa la integran los países del Norte, a su aire, Gran Bretaña inmersa en su Brexit, Francia y Alemania –núcleo duro reblandecido– los aspirantes al caos: Italia y España (Portugal se ha convertido en excepción) y Grecia, que chapotea aún en el despegue. Al fantasma lo llamaron euroescepticismo y es general, pero podríamos ampliarlo o reducirlo y aludir al hispanoescepticismo y también al catalanoescepticismo o al vascoescepticismo: de todo hay en la viña del Señor. Cierto paralelismo puede advertirse en los dos grandes países del sur mediterráneo: ambos requerirían gobiernos fuertes y lo que se avecina suma división y desgobierno. Francia y Alemania han logrado mantener a raya a la extrema derecha, ya poco maquillada, peligrosa ante la xenofobia y un nacionalismo rampante, actitudes afines. Progresivamente cobra relieve el escepticismo general. Nada nuevo, porque como casi todo ya floreció en la Grecia clásica a la muerte de Aristóteles, cuando el país se adentró en una grave decadencia sociopolítica sin aquellos pensadores de talla que habían caracterizado el período anterior y construyeron sistemas sólidos. Pirrón de Elis se convirtió en el más famoso de los escépticos, pese a no haber escrito nunca nada, como Sócrates. Sin embargo, conviene no confundir el escéptico con el pesimista, aunque las fronteras resulten permeables. Etimológicamente escéptico es «el que duda». Los discípulos fieles a Pirrón se planteaban, no la duda moderna metódica cartesiana, como la que de algún modo puede apreciarse en Hume, Kant, Compte y hasta en Wittgenstein, sino que todo resulte indiferente e indecidible. El resultado individual favorable sería una cómoda ataraxia.

Pero el escepticismo no es sólo un principio moral (aunque lo sea fundamentalmente), sino un método de conocimiento del que se ha servido el pensamiento científico moderno. Aplicado a la política no deja de resultar perturbador. Si no existen verdades sólidas en la que apoyarnos, si cabe dudar de todo, los políticos pueden acogerse a contradicciones salvables. «El que indaga» puede convertirse en un aliado de que nada puede probarse y, en consecuencia, nada resulta del todo cierto, precedente de la realidad paralela en la que algunos se han instalado tan cómodamente y dudar hasta de los hechos. Forma parte de una metodología que desemboca en el cinismo. Jordi Gracia acaba de publicar un provocador folleto, que recomiendo muy sinceramente, por su lucidez: «Contra la izquierda. Para seguir siendo de izquierdas en el siglo XXI» (Cuadernos Anagrama). Agrupa a los partidarios de la izquierda no extremada en irónicos, pesimistas, recelosos. Tal vez las últimas líneas del libro puedan sugerir más: «O la izquierda es pragmática, irónica, recelosa y pesimista o seguirá siendo el auxiliar de campo de la derecha real, estable, imperturbable y optimista». Tal vez los calificativos aplicados a la izquierda podrían resultar reversibles y devolverlos a la derecha. Si nos hemos hundido en el profundo pozo del escepticismo, tampoco la llamada derecha tradicional ha renunciado al pragmatismo y hasta lograríamos descubrir sus ejemplos de ironía, recelo, cinismo y hasta pesimismo. Otra cosa sería la habilidad de los partidos en el juego magmático de una realidad tan cambiante y hasta atroz.

La socialdemocracia no tiene otro remedio, ni siquiera quienes se sitúan –aseguran– más a su izquierda, que convivir con el perverso capitalismo, siempre considerado como enemigo, aunque carecemos de aquellos iluminados de antaño que imaginaron otras utopías que generaron tragedias. Nuestros pensadores no alcanzan hoy la gigantesca sombra de anteriores siglos. Y ello tal vez suponga para un escéptico casi garantía. Hoy nos reconfortamos con tecnologías que parecen trasladarnos a otras dimensiones sin movernos de donde nos encontramos. La virtualidad es resultado de la vivencia escéptica, imaginar algo que sabemos que no sucede. En teoría, no hemos abandonado la esperanza de aquel progreso socioeconómico indefinido que heredamos, como tantos espejismos, del siglo XIX. En aquellas raíces podremos descubrir buena parte de lo que contemplamos con sorpresa: la falsa ruptura del bipartidismo, el independentismo, el feminismo, la exaltación de la juventud, la crisis de tantos valores. Poco hemos avanzado en cuanto a ideas y parece difícil hacerlo en un contexto al que no prestamos atención, atentos a nuestros ombligos, ajenos a los cambios en China y Asia, a la decadencia de nuestro mentor, los EE.UU., al fallido intento de unificar una Europa menguante, un África irredenta. ¿Podemos ser escépticos?¿Llegaremos a la ataraxia? Sobre la tormenta que nos agita, tal vez convendría utilizar la silla de pensar y hasta la de leer, por ejemplo, el provocativo e iluminador opúsculo de Jordi Gracia.