Opinión
Los valores de la victoria
Cuando era niña, como era de las altas y delgadas de clase y tenía bastante habilidad física, mis profesoras de gimnasia siempre se empeñaban en convertirme en una deportista. Y, bueno, hacía gimnasia rítmica y jugaba al balonmano y al baloncesto, pero nunca con suficiente entusiasmo como para obtener un reconocimiento o llevarme una medalla. «No te esfuerzas», me decían. Y tenían razón. Pero es que no conseguía entender el valor de las actividades físicas ni volverme competitiva en ellas. «Lo importante del deporte no es ganar, sino participar», decía yo, sin saber que previamente lo había señalado Coubertin y más por vagancia que por convencimiento.
Un día me toco tirarme a la piscina y nadar 50 metros braza. Lo recuerdo como si fuera hoy. A mi lado braceaba armoniosa e irrepetible una compañera de clase, que medía la mitad que yo y que, nada más tirarnos, me sacaba dos cuerpos. Un extraño y desconocido sentimiento emergió de mi interior y, de pronto, comencé a nadar con el ansia no solo de llegar, sino de superarme a mí misma y también a las chicas de mis calles vecinas. Nadé y nadé y, al final no conseguí llegar la primera, pero si la segunda, por media brazada. La rabia de no ser la ganadora me arrebató unos segundos de satisfacción, pero luego, saber que me había hecho con la plata me produjo tal felicidad, que entendí por primera vez el significado de aquella frase de Homero que tantas veces había escuchado: «No hay mayor gloria que la que se alcanza con las propias manos y los propios pies». Y no la hay. El deporte es mágico.
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