Opinión
¿El fin de otra historia?
Estas imprevistas y rápidas turbulencias políticas que estamos viviendo no deberían inquietarnos. Responden a ligeros movimientos sísmicos casi inapreciables en un mundo no exento de problemas de mucha mayor entidad. Serían el resultado de un individualismo que se acentúa a medida que abandonamos hasta dentro de muchos años aquella tesis viejuna y casi decrépita de Francis Fukuyama (Chicago, 1952) en la que profetizaba nada menos que el fin de la Historia (así con mayúscula) y el triunfo de un individualismo fundamentado en el capitalismo liberal que sí estamos viviendo y hasta sufriendo. Ya Hegel, en un lejano 1806, había aludido al fin de la Historia tras la batalla de Jena, cuando se derrumbó la monarquía prusiana y parecían imponerse los principios de una Revolución Francesa que seguimos reivindicando. Carlos Marx optó por la utopía comunista que habría de poner fin, tras el socialismo de estado, un sin gobierno próximo a la utopía anarquista. No deja de ser significativo que ahora, en las librerías supervivientes al gran descalabro del libro, aparezcan como novedades textos de Marx y sobre su pensamiento, ajenos a cualquier veleidad partidista. Algunas facetas de su pensamiento idealista-materialista han logrado sobrevivir al tiempo y a los embates de la desideologización sobre la que se construyen las posverdades. Sobre aquellos mimbres: fin de los estados comunistas y expansión del liberalismo económico, Fukuyama publicó en el verano de 1989, en la revista «National Interest», el avance de un libro, que lograría enorme difusión y múltiples controversias: «The End of de History and de Last Man» (1992). Fue aquel un año feliz para la España esperanzada en su progreso y modernización, gobernada por los socialistas –como desde hace escasos días– y enfrascada en aventuras materiales y simbólicas: el primer AVE Madrid-Sevilla, la Expo sevillana o los Juegos Olímpicos barceloneses que alteraron la faz urbana de la ciudad y la empujaron hacia el mar, situándola en el mapa de las prioridades turísticas. Celebramos el descubrimiento de América y, al margen de la capital, aquel año simbolizó también el reconocimiento de la periferia.
Fukuyama advertía el feliz advenimiento del llamado «pensamiento único», fruto de un avance científico que habría de convertirnos en seres más felices. Advertía que al paraíso prometido irían llegando los diversos pueblos en sucesivas fases. El tercer mundo (o lo que entonces se consideraba como tal) lo alcanzaría en oleadas y tal vez algunos ni siquiera lo lograrían. Este utópico idealismo, que olvidaba la pobreza interior de los países ricos, entendía que el liberalismo igualaba la dignidad de los seres humanos, resultado de una percepción histórica del momento: hundimiento del comunismo y fin de la guerra fría. Mi promoción –y algunas que siguieron– nunca llegó a abandonar un historicismo que brotó ya en el romanticismo. Advertimos la democracia como alternativa a la dictadura, aunque dudáramos de su eficacia absoluta. Pero actitudes como la de Jason Brenan, quien con su «epistocracia» (el poder de los que saben), duda de los resultados y eficacia de las urnas hubieran sido tachadas de fascistas o parafascistas. Hoy se nos ofrecen como nuevas banderas ondeantes, nacionalistas todas, malas soluciones a la gran crisis en la que chapoteamos. No sin sorpresa hemos comprobado el acelerón histórico que se ha producido en escasos días que ha conmovido a una sociedad ya plural, como la española, y que ha visto en un abrir y cerrar de ojos, tras antiguos tópicos, a derecha e izquierda, insinuar no sin desconfianzas cambios que se esperaban.
Significó una anécdota puntual lo que inclinó a algunos a la esperanza, pero casi se mantuvo un bipartidismo de bloques, que las nuevas formaciones entendían finiquitado, así como la frontera entre derecha e izquierda. Hasta los partidos nacionalistas de antaño, tornaron a recuperar aquella función de bisagra que tanto se criticó. La repetición de la historia con sus variantes caracterizó lo que una parte de la población habría ya vivido con más dramatismo, porque la renuncia del presidente Adolfo Suárez sacudió las entrañas rancias del pasado. El recto conocimiento del devenir histórico demuestra que los procesos democráticos, por excepcionales que sean, nunca culminan en desastre o apocalipsis. No hemos llegado hasta el último hombre, sino que nos adentramos en un ignoto terreno que acabará siendo historia relatada en manuales, según diversas y controvertidas perspectivas y no siempre con la necesaria objetividad, dícese científica. Esta España que sufrimos seguirá plural y problemática y quienes estamos viviendo una compleja realidad pasaremos a la historia defenestrada, en el ámbito de una democracia liberal y sin otra perspectiva ideológica de calado en el horizonte. No alcanzaremos a ver ese último hombre, a menos que Trump, que ya vuelve sobre sus pasos, se incline por cualquier alternativa irresponsable y definitiva.
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