Opinión

Los ríos y la vida

Los ríos son fuentes tradicionales de vida, símbolos de crecimiento y civilización. Recuerdo que los veranos de mi infancia transcurrían en buena parte junto a un río al cual el progreso robó su agua desviándola a una ciudad próxima que la necesitaba. Las obras de canalización se habían iniciado en los años veinte del pasado siglo y en los cuarenta el río discurría casi seco, a menos que las lluvias lo fecundaran fugazmente recuperando entonces la vida por unos días, a veces por unas horas. Aquel riachuelo tarraconense apenas figuraba en los mapas. Pocos años después descubrí el anchuroso Ebro e incluso llegué a cruzarlo, años más tarde, en una barcaza. Pero en mis primeros viajes a Europa descubrí, con asombro, la poderosa majestad ejercida por los grandes ríos que fecundan el continente: el Loira, el Sena, el Danubio, el Volga. Solo pronunciar los nombres y ya nos hacemos una idea de su caudal. Claudio Magris escribió un bellísimo libro en torno al Danubio, pero yo recuerdo sobre todo una película que fue mítica para mi generación, «El río», de Jean Renoir. Porque nos descubrió a la vez el significado del agua en la vida de un gran país, la India. Renoir rescató la pintura de su padre y el sentido del sagrado Ganges, ahora agonizante, descendiendo desde las montañas del Himalaya y adquiriendo vida y un significado propio y purificador para los hindúes. Renoir filmó la película en 1951 (su primer filme en color) y logró el Premio Internacional de Venecia, mucho antes de que la cultura hindú y su filosofía penetrara con fuerza en Occidente a través del hipismo y las culturas alternativas.

El agua es fuente de vida. Tal vez por ello se ha tenido a España como un país pobre, al escasear en él la energía y la riqueza proporcionada a manos llenas por las grandes cuencas fluviales. En la escuela distinguíamos entre una España seca y otra húmeda, claramente coloreadas entre marrones y verdes en los pequeños mapas. Quienes conocimos los pantanos franquistas sabíamos que aquella ingeniería no podía llegar muy lejos por la falta de caudal; aun así cambiaron por completo el paisaje extremeño. La España sedienta ha ido evolucionando, al ritmo que lo han hecho los regadíos o la extracción de aguas subterráneas, ajustando sus posibilidades agrícolas. Pero los avances industriales corren en paralelo a la contaminación de ríos y acuíferos. El agua de nuestros campos, como un pequeño Ganges, llega contaminada por la utilización de productos químicos a mansalva. La ecología es un lujo y al tiempo una toma de conciencia imprescindible. ¿Cómo distribuir el agua de la forma más justa? El Levante clama por un agua que estima que en otras regiones se desperdicia. Su lucha se suma a la del cambio climático y su consecuencia inmediata: el avance tenaz de la desertización. Las temperaturas que hemos estado soportando no sólo en España sino en Europa entera demuestran que la Naturaleza sigue su curso y reacciona a las agresiones con su propia dinámica. La lenta destrucción de las masas heladas de los polos sugieren situaciones que ni siquiera podemos imaginar. Las antiguas civilizaciones fueron marítimas (Grecia) o fluviales, como la egipcia a lomos del Nilo, o la del Ganges, consagrada por Renoir, y respondían a una idea primitiva de la cultura: para florecer necesita del comercio marítimo, del agua que endulce la tierra. España dispone de ambas cosas: ríos y mares y sigue dependiendo de ambos. Los excesos de las lluvias no llegan a canalizarse adecuadamente, de manera que el agua de boca y la de riego (la más cuantiosa) se armonicen. Urge la más sabia administración.

Las curvas sinuosas de un río, y este puede ser largo o muy corto, han sido también, y por ello, una imagen eficaz de la vida humana, cuyo recorrido, largo o corto, manso o rápido, con rápidos o sin ellos, también ignoramos. Jorge Manrique en las Coplas a la muerte de su padre clavó esta idea: «Nuestra vida son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir; allí van los señoríos derechos a se acabar e consumir; allí los ríos caudales, allí los otros medianos e más chicos; i llegados, son iguales los que viven por sus manos e los ricos». Al poeta palentino, hombre de tierra dentro, el mar lejano y ávido de sus criaturas es una imagen de la muerte, frente al río que es vida. Pero todos, pobres y ricos, hombres y mujeres, nobles y plebeyos, desembocamos, un día que no está escrito, en el mar que todo lo absorbe y todos compartimos. El mar de la muerte en íntima relación con el río de la vida. Manuel Azaña, en su último discurso, el 18 de julio en Barcelona, en 1938, reflexionaba como Manrique: «todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo».