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Opinión

El pastor del pueblo

La metáfora del pastor del pueblo como definición del gobernante es una idea antiquísima en los orígenes del pensamiento político. En principio, cabe remontarla al antiguo Oriente, con la irrupción de los pueblos semitas en el Creciente Fértil, como una idea profundamente enraizada en el pensamiento político de aquellos pueblos. Un antiguo ejemplo se ve entre los acadios: el rey Etana, frente al gran dios Anu, miembro de la dinastía de Kish, que «bajó de los cielos», es definido como pastor. La idea de un rey relacionado con lo divino a menudo por filiación y que, además, se perfila con el símil del pastor se ha explicado por la tradicional trashumancia de aquellos pueblos nomádicos y pastoriles frente a los pueblos agrícolas y sedentarios del sustrato mesopotámico de los que se enseñorearon.

Los estadios más antiguos de los pueblos de lenguas semitas en el Antiguo Oriente atestiguan el uso de esta metáfora, que en la Biblia hebrea se refiere también a la relación entre Yahvé y su pueblo, al que conduce a través del desierto (Ps. 77:21). Jacob habla de Yahvé como su pastor y el de Israel, indicando la soberanía política que reflejaba el concepto en el contexto cultural del antiguo Oriente. Numerosas son las referencias no solo a Dios (Ps. 23, 95) sino también al líder carismático o rey como pastor del pueblo en el Antiguo Testamento: el patriarca Abraham es pastor y también el héroe arquetípico que representa Moisés, pastor de su pueblo en pos de una tierra prometida, como si fuera un rebaño buscando nuevos pastos, por no hablar del rey David, epítome de las virtudes del buen gobernante (2 Sa. 5:2; 7:7–8).

Esta metáfora, por supuesto, será posteriormente consolidada por el cristianismo cuando los Evangelios perfilen a Cristo insistentemente como pastor de un rebaño que alude a la comunidad o asamblea del señor (“ekklesía”), con un interesante matiz político en el griego neotestamentario. La imagen del Buen Pastor sintetiza dos herencias, como el discurso de Jesús acerca durante la fiesta de los tabernáculos recuerda toda la tradición del Antiguo Testamento, con la peregrinación de Israel en el desierto bajo la guía de su Dios-Pastor, pero inaugura a la par una nueva etapa en la conjunción con el elemento helénico, pues también los griegos habían usado la metáfora política del pastoreo.

También Homero en la «Ilíada» se refiere así al máximo magistrado del campamento aqueo: «Los reyes portadores de cetro se levantaron, obedeciendo al pastor de hombres, y la gente del pueblo acudió de prisa. Tal y como de la grieta en un peñasco salen sin cesar enjambres de abejas, que vuelan arracimadas sobre las primaverales flores y unas revolotean a este lado y a otras a aquél, así las numerosas familias de guerreros marchaban en grupos, por la baja ribera, desde las naves y tiendas a la asamblea» (II 84 ss.). En efecto, ante la ínclita ciudadela de Troya se reúne una heteróclita reunión de caudillos griegos de muy diversas ciudades-estado que son comandados por Agamenón, que a veces lleva el epíteto precisamente de «pastor de pueblos». Y es que ya desde la épica homérica se encuentra entre los griegos la metáfora del pastor que conduce a su grey a la guerra o por los senderos de la no siempre sencilla paz en la propia comunidad política. Muchos héroes míticos son pastores e incluso algunos textos clave del pensamiento político griego debaten sobre este motivo.

El más importante es el «Político» de Platón, que discute el modelo para definir cabalmente al gobernante: una de las propuestas que incluye, aunque al final no prospera, es la del político como pastor (258b-268d): «¿No era la política una de estas artes de educar los numerosos rebaños que hemos considerado? [...] Por eso la hemos definido el arte de educar en común, no caballos u otras bestias, sino hombres». El diálogo solo aplica la idea a una edad dorada, la mítica era de Crono, cuando el universo era guiado por la divinidad. Por eso, al final, no resulta una definición apropiada para el político de una edad en la que los gobernantes son semejantes a los gobernados.

Ha quedado como una reliquia de tiempos pasados, acaso autocráticos, y, sin embargo, esta antigua analogía será utilizada también en el alba de las democracias modernas, cuando la antigüedad clásica y bíblica y sus respectivos modelos políticos experimenten la apasionante simbiosis de la Revolución norteamericana, génesis de nuestros sistemas actuales. Alexis de Tocqueville, en su «Democracia en América», la usa críticamente para hablar de la tendencia política en aquel joven Estado que es «una suerte de servidumbre, ordenada, suave y apacible [...], un poder singular, tutelar [...] que no quebranta las voluntades, pero las aplaca, las doblega y las dirige [...] y, en fin, reduce a cada nación a no ser más que un rebaño de animales tímidos e industriosos, donde el gobierno es el pastor» (II 4.6).