Opinión
Plagio
Fue un producto del Renacimiento, a mayor gloria de los príncipes protectores de la ciencia y las artes, el afianzamiento de las dos reglas institucionales que, desde entonces, han regido la investigación académica: una, la publicación completa de sus resultados, que de esta manera se ponen a disposición de la comunidad científica para su discusión y eventual refutación, y la otra, el reconocimiento de la autoría de las ideas y teorías, que así se atribuirán siempre a su creador. Las consecuencias son obvias: la ciencia ha progresado envuelta en la polémica y los científicos, aun cuando fueran arrumbados en ese proceso, han inscrito su nombre en el sagrado libro del conocimiento.
Algunas implicaciones de estas reglas han adquirido, lamentablemente, notoriedad en nuestros días. Es el caso de la pretensión, finalmente fallida, de mantener las tesis doctorales en secreto –pues la ciencia no admite el sigilo– o de disculpar el plagio envolviéndolo en un artefacto cuantitativo –como si se arguyera que, por ser «la puntita nada más», resulta aceptable–. Al parecer, a lo primero se le ha restado importancia. Pero lo segundo ha levantado pasiones, pues retrata la impostura del plagiario. Plagiar es, en esencia, no reconocer las deudas intelectuales que, en el curso de la investigación, todos los científicos adquieren con los que les precedieron en la tarea de hacer progresar el conocimiento. Es ocultar a la «gente que habla dentro de nuestras cabezas», como escribió Carl Sagan poco antes de morir.
Cuando se copia y no se cita, sea cual sea la extensión de lo reproducido, se disfraza una verdad que, en el ámbito académico es aterradora: la de que quien lo hace es incapaz de formular nuevas ideas o nuevas maneras de ver el mundo y, por ello, carece de la aptitud necesaria para formar parte de él. Tal vez a algunos esto les pueda parecer elitista e, incluso, antidemocrático. Pero no olvidemos que lo que la sociedad requiere de los académicos, sean personalmente modestos o arrogantes, es que, como señaló quien fuera tantos años editor de la revista «Nature», Sir John Maddox, estén habilitados para encontrar «las respuestas a preguntas que aún no podemos plantearnos porque no sabemos lo suficiente». El plagiario trata siempre de ocultar su incompetencia tras la impostura de la apropiación del conocimiento obtenido por otros.
Ahora, el impostor investido de poder niega el plagio alegando un porcentaje o un olvido. Hay quien le ha comprado su argumento, incluso entre los catedráticos. En la Persia de hace un milenio, Omar Jayyam, poeta y matemático, dijo que éstos «venden la razón por cualquier sinrazón ... para ocupar puestos materiales». Hasta ahí han degenerado nuestras universidades.
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