Opinión
El hundimiento
Este fin de semana dos de los fundadores de Podemos radiografiaron, imagino que sin pretenderlo, las claves de la radical depauperización de la izquierda española. Pablo Iglesias, macho alfa del pensamiento ultra, roneaba en tuit impresentable de charlar con Pugidemont y hablaba de «Catalunya y España». Dos entes. Dos naciones. Dos cosas. Aparte, «Catalunya». Cuando resulta que solo traducimos los topónimos de los lugares que conocemos. Nueva York, Londres... Cataluña. A continuación largaba sobre «presos políticos» y «exiliados». Al mismo tiempo, Carolina Bescansa. Que en alucinógena conversación con la gran Leyre Iglesias, compañera de El Mundo, apuesta por «abrir un proceso de cambio constitucional que modifique la estructura territorial de España, de modo que sean los propios territorios, naciones, países y regiones quienes decidan cómo asignar sus recursos». Ahí lo tienen, incandescente, pútrido, el núcleo radioactivo de un naufragio intelectual y moral. Deciden los territorios. No los ciudadanos. Deciden las pedanías. Las etnias. Los clanes. La doctorada con sobresaliente, Rosa Luxemburgo gallega, denuncia que «la desigualdad de recursos garantice la estabilidad de los gobiernos». Pero ni entiende ni asume que se trata de una mera derivada de las políticas cómplices hacia unas ideologías esencialistas y unos partidos que, envueltos en supuestas diferencias culturales, aspiran a que las peculiaridades funden privilegios y por supuesto naciones. Como si el proyecto político de la modernidad, que viene de la Ilustración y alcanza a la superación de las abyectas ideas que condujeron a las guerras mundiales, no consistiera en que los distintos vivan juntos. Como si una de las luchas más bellas del XIX y el XX no hubiera consistido en pelear para que ninguna barrera lingüística o folklórica, religiosa o sexual, justifique la estabulación de los ciudadanos en clubes. Entre los exiliados de uno y las cabilas de su rival, el hundimiento de una izquierda gangrenada. Hipnotizada con el pasado. Enamorada de utopías retrógradas. Envenenada de melancolía. Sentimental antes que racional. Que renuncia a encarar los retos del presente y proyectarse hacia el futuro. Una izquierda reaccionaria. Como describe en un libro clave el profesor Félix Ovejero. Que prioriza la cháchara posmoderna, el sortilegio sesentayochista, la corrección puritana, el identitarismo, las visiones conspirativas del mundo y la desconfianza hacia la ciencia a cualquier posibilidad de abogar por la libertad, la igualdad y hasta el sentido del ridículo. Pobre gente y, sobre todo, pobres de nosotros.
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