Opinión
Cuarenta años
«Qué veinte años no es nada» cantaba Gardel. ¿Y cuarenta? pues dos veces nada según esto. Sin embargo es mucho tiempo y más en el ritmo febril del acontecer desde 1978 a hoy. La Constitución vigente ha permitido recorrer un largo camino en nuestro país con un balance positivo, en líneas generales, como se ha repetido hasta la saciedad. Una mirada atrás como la que dirigió S. M. Felipe VI en el discurso que pronunció en el Congreso de los Diputados, el pasado día 6, ofrece no pocos motivos para la satisfacción. Pero una efemérides como la que se celebra en esa fecha obliga también a una reflexión crítica, que debe ir más allá del simple enunciado de que «se han cometido algunos errores». Aunque los desaciertos emanen más del incumplimiento constitucional que del propio texto.
La apreciación del pasado, en momentos como éste, es necesaria y oportuna, pero no lo es menos evaluar la percepción del presente, con sus luces y sus sombras, y el futuro que se atisba. Decía Kierkegaard –aunque lo expresase en orden inverso– que la vida hay que comprenderla en retrospectiva, pero hay que vivirla en prospectiva. Atendiendo a esa triple dimensión temporal, conectada estrechamente, habrá que analizar, junto a lo que se hizo bien, lo que se hizo mal y apuntar posibles soluciones a un mañana cargado de retos.
La cuestión no es hoy ya tanto la complacencia legítima por lo que hicimos, como la respuesta a ¿qué hacemos? y ¿qué podemos hacer? En cualquier caso parece evidente que habría que aplicar con más rigor el texto constitucional; de modo que los ciudadanos percibieran el amparo inmediato y seguro del Estado de derecho en cualquier rincón del país. No sería malo, además hacer verdadera pedagogía de la Constitución. Llevar a cabo una labor educativa para el mejor conocimiento de los valores constitucionales. Algo que no se ha hecho suficientemente. Y que los españoles sientan que la aplicación de esa norma suprema de convivencia se hace sin concesiones a la demagogia y al chantaje de cualquier signo. El ciudadano «políticamente correcto», producto de la retórica vacía de la inoperancia y la sumisión, ha de dar paso al ciudadano constitucionalmente implicado en el desarrollo de la libertad, la igualdad y la justicia social.
La Constitución de 1978 fue, en su origen por encima de todo, la expresión de la ilusión colectiva, en la mejor forma posible. Ahora cuarenta años más tarde, a la vista de la situación y de la decreciente confianza que genera la clase política, bueno sería que la Corona, con base en lo mejor de nuestra Carta Magna, liderase un proyecto de país renovado y otra vez ilusionante. No es fácil. Tampoco lo era entonces. A diferencia de lo que ocurre sobre todo con nuestros últimos «gobernantes», Felipe VI ha demostrado durante su reinado la suficiente capacidad para responder, en cada circunstancia, a los desafíos que se le han presentado.
El actual monarca cuenta hoy con el respeto y el afecto de la mayoría de los españoles, a pesar del ruido estridente y de los cánticos de sirena de unos cuantos profetas de pretéritos fallidos. Gran parte de la población ve en la Corona el referente capaz de mirar más allá de la cicatera y alicorta lucha diaria por el poder. Un símbolo que cuenta con la auctoritas, de la que otros carecen para impulsar la democracia dentro de la Constitución y corregir los comportamientos antidemocráticos, disfrazados de múltiples «ismos».
Mientras, sin alardes catastrofistas, ni disimulos cómplices, hay que hacer frente a las amenazas que se ciernen contra la convivencia en pie de igualdad. La primera de ellas el odio, la cólera de los débiles como escribía A. Daudet, que desde hace meses viene tomando cuerpo en un «discurso» aberrante. Ese odio, envenenando el ambiente social, es incompatible con la paz, la libertad y los principios democráticos; y ha llegado ya a extremos que debemos evitar a todo trance.
En segundo término, hay que desterrar el recurso a la dialéctica entre las urnas y la calle. La historia no se repite, por lo menos inevitablemente, pero bueno será recordar, por ejemplo, la reacción de Largo Caballero después de las elecciones de noviembre de 1933: «Tendrán las urnas pero la calle, no». A partir de ahí, a lomos de la demagogia, la República como estado de derecho resultó inviable.
Tampoco es de recibo la patrimonialización partidista de la democracia. Nadie está legitimado para demonizar al adversario político, predicando la violencia contra él. En el marco de la Constitución y del Estado de derecho no caben las amenazas. No es tiempo ni espacio para pasear el harapo roído del miedo, que denunciaba Quevedo. Un miedo que empieza a sentirse, en algunas zonas de España, ante las actitudes violentas de los separatistas y sus secuaces.
Ahora es el momento de la movilización social recuperando lo que el paso de estos últimos años ha ido erosionando respecto a 1978: la ilusión, la solidaridad, la confianza en nosotros mismos, en esa España como realidad viva, que predicaba Cambó, en la que todas sus regiones han conformado una historia común, y, desde ella, un posible futuro compartido.
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