Opinión

Disciplina académica

El de la disciplina académica en las universidades es asunto de enjundia. Por ejemplo, los referendos sobre la Monarquía que han organizado los estudiantes en un par de docenas de ellas –públicas, por demás–, serían sancionables en virtud del reglamento que, allá por 1954, elaboró Joaquín Ruiz-Giménez, y que aún está vigente. Pero como han sido convocados por la «juventu progresista» –la misma que, en «Pantaleón y las visitadoras», la novela de Vargas Llosa, se dirige al «Baliente Sinshi» para reivindicar el disfrute de las putas traídas de Iquitos, argumentando con el interrogante de que «¿acaso no tenemos pishula?»–, entonces los rectores hacen la vista gorda y el tema queda en agua de borrajas.

Me pregunto si pasaría lo mismo en el caso de que las consultas se refirieran a la permanencia de esos rectores en su cargo. Pero dejémoslo estar porque, en auxilio de esas autoridades, ha venido el ministro de Ciencia y todo lo demás diciendo que «cuando uno está en la universidad, uno se apunta a causas radicales»; así, con dos cojones. Y para que no haya dudas, el astronauta Duque ha expresado su intención de derogar el reglamento de marras. «Voy a atreverme a intentarlo», dijo, porque, según su entender, en esa norma «la mitad de las cosas no caben en la Constitución».

La mitad no; más bien algún detalle no menor como las manifestaciones contra la religión católica o las instituciones del Estado que, evidentemente, no podrían ser sancionados en virtud de la Constitución. Pero lo demás –las injurias y ofensas a autoridades académicas, profesores y compañeros, la suplantación de personalidad, la falsificación de documentos o la comisión de delitos– no tienen esa connotación. El problema de este reglamento, tal como se ha destacado en varias sentencias judiciales, es que carece de respaldo en una ley que autorice su contenido sancionador para los estudiantes, pese a lo cual se sigue aplicando. Por eso, es loable que el ministro Duque quiera lidiar este toro, cosa a la que nunca se han atrevido sus predecesores, tal vez para no enfrentarse a la «juventu progresista».

Por poner un solo ejemplo, el día de fin de año de 2010, Ángel Gabilondo —que de esto algo sabía por haber sido rector de la Autónoma de Madrid— publicó en el BOE un Estatuto del Estudiante Universitario que tenía veintisiete páginas dedicadas a los derechos de los alumnos y una sola a sus deberes, aunque no decía nada sobre lo que podría hacerse si éstos no se cumplían por parte de los interesados. Así que no confiemos demasiado porque, a lo mejor, seguimos en esto con la legislación franquista.