Opinión

¿A quiénes estorba la Constitución?

¿Es posible negociar con el independentismo sin esconder la Constitución? A nadie se le escapa que el recién iniciado año político tras los almíbares navideños va a registrar momentos de verdadera y auténtica tensión. Juicio del «procés» que el desafío separatista catalán tratará de convertir en lata de gasolina, citas varias con las urnas con nuevos actores sobre el escenario y hasta más que probables sirenas de alarma en la economía. Pero existe una amenaza en la que tal vez no se repare al menos en el día a día –lo que no por ello la hace menos inquietante– y que no es otra más que el revisionismo ingrato y cortoplacista trufado de despreciables dosis de apostasía hacia una Carta Magna que ha supuesto la más sólida garantía de progreso y convivencia en nuestra historia. Las versiones del gobierno de Sánchez inmediatamente posteriores a su reunión con Torra el pasado 21-D en las que no se aludía ni siquiera tangencialmente a la Constitución resultaron todo un vaticinio. El primer elemento de unión de la sociedad española durante décadas es obviado y escondido en la relación política con el nacionalismo, no vaya a ser que distorsione cualquier negociación o contravenga la «sensibilidad» del interlocutor secesionista en una pretendida etapa de diálogo.

Síntomas que también muestran una obsesión permanente por la reforma de la ley de leyes sin explicar ni en que ni para que, como si de sacar las tripas de un juguete se tratara y que evidencian una torticera identificación del llamado frente constitucional con un supuesto frente de la derecha reaccionaria. No importa poner en cuestión el consenso en torno a la Carta Magna con tal de obtener réditos partidistas y lo que resulta peor, personales.

Pero las cosas no ocurren porque si en un contexto en el que la legitimidad institucional ha ido cediendo terreno a la insaciable voracidad separatista. Desde hace años hemos visto el paulatino acomodo en nuestra política no exenta de complejos, de ese argumentario según el cual la derecha no está legitimada democráticamente para buscar soluciones frente al problema creado por el nacionalismo, mientras que se sitúa a la izquierda como única interlocutora válida a cuenta de una mayor capacidad para el diálogo que en realidad -dejemos de hacernos trampas en el solitario- lo que esconde es algo tan evidente como la asunción de parte de los postulados nacionalistas. Lo que está ocurriendo en España durante los últimos dos años con la crisis catalana es prueba palmaria de ello y probablemente el gobierno socialista y sus socios de moción de censura tendrían mucho que poder explicar.

Los políticos españoles –todos– llevan demasiado tiempo sumidos en una gran mentira y error de interpretación como es la creencia de que hacer concesiones al nacionalismo supone un signo de responsabilidad en pos del diálogo. Ahora, claro, toca meter a la Constitución en el cuarto de los ratones y hasta puede que avergonzarse de ella, no vaya a ser que el prófugo de Waterloo prohíba a su títere al frente de la Generalitat apoyar los presupuestos de Sánchez, ya saben, esos que nos molerán a impuestos a mayor gloria de la voracidad secesionista catalana.