Opinión

Los tentáculos del sucesor

Treinta años después del Congreso en el que Manuel Fraga se apartó para que José María Aznar cambiase incluso el nombre de Alianza Popular con tal de incorporar a UCD (aquella refundación que logró la unión de todo cuanto estaba a la derecha del PSOE), Pablo Casado se ha bautizado con una Convención Nacional que contempla ante sí una enorme llanura política partida en tres: PP, Cs y VOX... y alertado por las voces de sus votantes más clásicos, que el cuerpo les pide hacerse un «voxing».

«Eso (la formación de Santi Abascal) no estaba en el guión», apuntaban obsesivamente cuadros populares, conscientes de que su historia es la de un «partido de suma»... Las distintas familias se dieron cita en un vagón del AVE de regreso de Sevilla de la toma de posesión de Juan Manuel Moreno: un exultante Casado con Mariano Rajoy, Soraya Sáenz de Santamaría y Teodoro García Egea, entre otros. Ese trayecto sirvió a Rajoy para preparar con Ana Pastor su charla informal ante la Convención, donde reivindicó su legado frente al aznarismo por el que ha optado su sucesor. El llamamiento de José María Aznar a volver a votar al PP, una «gran casa común», supuso el aldabonazo para intentar recuperar tanto terreno perdido con su electorado. «De esta convención, al menos, salimos mejor», concluía un próximo a Casado. «Juntos, pero no unidos», alertaba un marianista.

El PP siempre ha tenido que moverse entre sus dos almas: por simplificar, la dura y la blanda, «halcones» y «palomas», los que miran a la derecha y los que fijan su vista en posturas templadas políticamente. Cuando el PP era esa «gran casa común» del centro y la derecha, este debate cobraba sentido, lo impregnaba a veces casi todo, porque el espacio ideológico que representaba era amplísimo. Pero se resolvía el dilema sin mayores problemas porque la unidad se consideraba más importante que cualquier diferencia. Hasta que se quebró esa sensación unitaria por la vergüenza del votante ante la corrupción de tanto mangante que utilizó las siglas para beneficiarse sin que se percibiese una reacción interna contundente.

Ahora, con la realidad de tres partidos en marcha, bien podría decirse que, por la vía de las urnas, los de Albert Rivera se han quedado con el alma moderada del PP y los de Santi Abascal son los que se envuelven en las esencias, yendo a la raíz de esos problemas que preocupan a la derecha. La regeneración del PP, tantas veces solicitada y tantas aplazada, se la han hecho –y hacen– desde fuera. ¿Y qué pasa entonces con los de Pablo Casado? ¿Es el PP genuino el que está condenado, a estas alturas, a reinventarse?

El problema es de credibilidad. A Casado hay gente dispuesta a darle una bofetada que merecían otros. Parte de sus embajadores emborronan su trabajo. Si de aquí a mayo no es capaz de convencer al votante de que la «degeneración» del partido es agua pasada, ni de que la organización política que se olvidó de lo que preocupa a la gente porque sus representantes estaban en sus «chollos» particulares ya no es quien maneja las riendas, entonces el enfermo tiene pinta de continuar desangrándose. Así ha ocurrido en Andalucía, aunque el cambio enmascare el mal. En Ifema se oía entre los congregados una señal: «Los candidatos parecen ahora más guapos y más altos». Esa es la esperanza que mueve a Génova. Ser vistos de otra forma. Exportar el modelo andaluz mientras Casado, convencido de que el PP no es el Titanic, busca protagonizar la remontada.