Opinión

La desprogramación

Internet permite asomarse al juicio desde Brooklyn después de escuchar a Carlos Alsina con Quim Torra. Espeluzna que el presidente de una autonomía, representante del Estado, considere que por encima de la ley, «de cualquier ley», están «la voluntad del pueblo y la democracia de la gente». Qué creerá este pobre diablo qué es la ley en democracia. Su ruina intelectual no le impide subrayar que desea la independencia de Cataluña para tener mejores servicios, mejores carreteras, mejores hospitales, mejores escuelas. En suma, para dinamitar cualquier posibilidad de redistribuir los recursos mientras niega a sus conciudadanos la condición de tales. Nosotros votamos nosotros decidimos. Por lo demás sus estrategias e ideas son las propias de un culto. Quiero decir que las razones de quien milita en una secta destructiva se distinguen por el uso de un lenguaje estereotipado, los argumentos circulares, la negativa a desabrochar sus alegatos más allá de las consignas propagandísticas y esa dulce percepción que aporta creerse legatario de una bondad incomprendida bajo el imperio de los malvados. Acaba la entrevista. Friego el suelo para limpiarlo de residuos argumentales. Me consuela pensar que la ley que Torra desprecia nos protege de las arbitrariedades de los poderosos y de los norcoreanos aplausos de la tribu. Ayer el parachoques de la Constitución fue defendido por dos fiscales, Javier Zaragoza y Fidel Cadena. Un repaso demoledor. Magnífico. Tan impactante que algunos comentaristas ponían los ojitos en blanco y suspiraban como escolares sorprendidos en falta. Alucinados porque sus señorías no atienden a la opinión consagrada en las tertulias y columnas. Fue un jarro de oxígeno, un chupito de realidad, un subidón de lucidez, potencia expositiva, racionalidad y, sobre todo, una apuesta radical por valorar de forma positiva, y espero que no excesiva, la capacidad intelectual del resto de un país más necesitado que nunca de escuchar a personas adultas. Capaces de hablar sin emplear subterfugios ni tirar celadas. Profesionales amarrados a la resplandeciente claridad de las normas que entre todos nos dimos. Según Zaragoza, y en realidad según cualquiera no abducido por el culto o contaminado por el siempre indecente y viscoso tercerismo, los independentistas pretenden «transformar en víctimas a quienes han fracturado el orden constitucional y, paradójicamente, sentar en el banquillo al Estado, que a través de sus instituciones ha tratado de restaurar el orden jurídico». Había llegado el momento de las verdades, las bárbaras, terribles, amorosas verdades. A saber. Que los políticos no están por encima de la ley. Que en España se puede ser independentista sin problema –Torra, Rufián, Tardà, etc.– siempre y cuando tus ideas no te lleven a vulnerar el Código Penal. Que entre septiembre y octubre de 2017 asistimos a la culminación de un proceso golpista diseñado con el objetivo de tumbar el orden constitucional y el Estado. Que para lograrlo, y para hablar de violencia, no necesitas disparos ni tanques: entre otras cosas sobra con lucir a los 17.000 agentes de la policía autonómica. Descontado que no hay mayor violencia que la derivada de romper la ley de leyes y, por el camino, arrebatar la condición de ciudadanos a millones de personas. Que la soberanía nacional reside en el pueblo español, y que solo ellos, es decir, nosotros, es decir, todos, podemos decidir, previa reforma de la Constitución, si deseamos o no que se celebre un referéndum de autodeterminación en Cataluña. Desde el punto de vista sectario es amargo que alguien, por fin, inaugure las terapias de desprogramación. Había que hacerlo: lo que empezó como una chifladura política, mezcla de kamikaze infantilismo y caradura es ya un problema colectivo de salud mental.