Opinión

Odiar los discursos del odio

Karl Popper describió la paradoja de la tolerancia en 1945 tras la Segunda Guerra Mundial. Esta paradoja plantea que, si una sociedad es ilimitadamente tolerante, su capacidad de ser tolerante finalmente será reducida o destruida por los intolerantes, concluyendo que, aunque parezca paradójico, para mantener una sociedad tolerante, la sociedad tiene que ser intolerante con la intolerancia. En esta paradoja podemos enmarcar el discurso del odio como límite a la libertad de expresión y la obligación que tienen los estados de criminalizar este discurso en sus versiones más peligrosas.

El discurso del odio es un discurso discriminatorio en el que se integran aquellos que menosprecian, humillan, promueven odio, desacreditan a una persona o grupo y que están motivados por prejuicios raciales, étnicos, de género, orientación sexual, etcétera, siempre y cuando se advirtiera en los mismos un componente ofensivo. Junto a estos discursos, existen otros que también merecen tratamiento penal, siendo tales los discursos extremos que contrarían los valores esenciales de la convivencia democrática, como por ejemplo, el enaltecimiento del terrorismo o la humillación de sus víctimas, los cuales también operan como límites a la libertad de expresión. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha reconocido la idoneidad ofensiva de los discursos que incitan al odio, lo que los convierte en límite justificado a la libertad de expresión, aun cuando no haya provocación a la violencia o al delito, pero no cabe duda de que esta provocación es un elemento que nos sitúa en el discurso del odio sin lugar a duda.

Ahora bien, lo que no se puede es banalizar el concepto persiguiendo discursos que por más aberrantes y odiosos nos parezcan, no superen un mínimo estándar de peligrosidad abstracta u ofensividad, porque ello nos llevaría a una mayor debilidad en la lucha y erradicación de los verdaderos discursos del odio. El propio TEDH ofrece pautas para su valoración, especialmente con el estudio del contexto y la intencionalidad, así como el estatus del emisor o el impacto del discurso. Se debe limitar la acción penal a aquellos discursos que con insultos o expresiones impliquen vejación, humillación o descrédito de personas, y de forma directa o indirecta ataquen a grupos sociales, mas ello, siempre que concurra una provocación que genere un peligro abstracto, pero peligro, de que se puedan cometer actos ilícitos.