Opinión
Habermas vs el poder del «pussy»
La última vez que estuve en Barcelona la resistencia a la peste amarilla mostraba tímidos signos de entusiasmo. Un optimismo recién nacido. Ayudaba la histórica victoria de Ciudadanos en las elecciones autonómicas. Ciertamente seguían bajo el tacón plano de una dama incapaz de hilar tres frases. Célebre por sus disfraces. Por creerse hija de la revolución, cualquier revolución vale, la que sea. Por su risueña y entrañable capacidad para reclamar foco y babosear que cuanto sufres, justo eso, lo padecí yo antes. Tampoco había remitido la presión del animal secesionista. La procesionaria del procés incubaba nuevos desatinos mientras los constitucionalistas caminaban asomados a un gulag que poco a poco pierde el descargo de lo metafórico. Pero estaba Valls. El catalán/francés, el primer ministro de Francia entre 2014 y 2016, el hijo del pintor exquisito, ministro del Interior con Hollande, alcalde de Évry, intelectual, nieto del fundador del diario «El Matí». Un adulto, sofisticado, inteligente, cultivado, que hablaba para un electorado adulto. Para una Cataluña europeísta. Cosmopolita. Socialdemócrata o liberal. Enemistada con las arañas nacionalistas. O sea, un candidato glorioso si hubiera electorado. Si quedase ciudad digna de tal nombre, cosa que ya dudo. En su lugar ha encontrado unas élites que salvo las heroicas excepciones que todos reconocemos pasarán a la historia como un atajo de canallas. Traidores al país. Mercaderes de la mediocridad. Ensimismados cobardes. Vergonzantes cómplices y postores en la subasta de la ciudadanía de todos. En el hueco que habían dejado los ciudadanos de una polis orgullosa de serlo pululan partidarios del escrache, tribalistas de nariz anillada, adoradores de los churretes identitarios, xenófobos en sus múltiples variantes, anticapitalistas amamantados en familias nobles, pijos metidos a boxeadores del golpe, hermanos de ex presidentes de la Generalidad que obligan a la destrucción de miles de ejemplares biográficos que desnudaban achampanados brindis en 1939 y alcaldesas que viven su patético deambular y sus desorejados discursos como un guiño permanente al odio y un involuntario homenaje al surrealismo que nos come. Valls, Manuel Valls, pudo ser ese gran político que viniera a ayudar en la hora bruja del populismo. Rodeado por la calumnia, detestado por los enanos, su fracaso sella el hundimiento de Barcelona. Vino para ser alcalde de una gran ciudad y encontró un pueblo. Tú citas a Jürgen Habermas pero yo tengo el poder del «pussy». Así no hay forma.
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