Opinión

La Monarquía racional

Igual que hay familias de escritores, como los Mann; o de músicos, como los Bach, hay familias de monárquicos. En España son las que tienen memoria de la Corona antes de la segunda república. Los que vivieron con pena el exilio de Alfonso XIII, que recoge Agustín de Foxá en «Madrid, de corte a cheka», de la misma manera que Joseph Roth revive la partida al destierro de los emperadores de Austria-Hungría. Los Luca de Tena, por ejemplo, intentaron una y otra vez el retorno del rey exiliado desde Roma, visitaban Estoril con Don Juan y procuraron la monarquía de Don Juan Carlos.

En mi caso, hay en la familia músicos y republicanos, pero ni un sólo monárquico. Mis abuelos alemanes votaban socialista y los españoles a Azaña, qué le vamos a hacer. En cambio, y eso me afianza en la sólida creencia en la libertad individual, soy acérrima monárquica. No hay nada de tradición en ello, pero tampoco de sentimental o estético. Como casi todo lo que voy eligiendo me mueve –por gracia o desgracia– la razón.

Me hace gracia que los actuales republicanos aduzcan que es «más democrática» la elección presidencial. O que digan que «la genética» no puede ser justificación para ejercitar un cargo. Al parecer, no consideran «democráticas» ni la familia, ni la judicatura, ni por supuesto la escuela o los hospitales, donde ni maestros ni médicos son elegidos por votación. La razón de ser de la familia es la biología, la de la autoridad intelectual, los méritos. La de la Monarquía es la convención democrática. Se votó una Constitución con Rey y nos parece bien a la mayoría de los españoles que no se vote presidente cada cuatro o cinco años, sino que se establezca monarca a la muerte o abdicación del anterior.

Ha sido explicado hasta la saciedad que hay por toda Europa coronas democráticas y por todo el mundo repúblicas tiránicas, como la China o la cubana. La Corona es estable y apolítica y eso nos ha beneficiado. Daba igual que Zapatero arruinase la economía o Aznar entrase en guerra. El Rey viajaba, trabajaba y representaba una sola cosa, una y otra vez. La indisciplina y el individualismo son tan fuertes entre nosotros que cada formación, cada representante, hacen de su capa un sayo. No hay más que ver el caos de juramentos en la reciente toma de posesión de los ediles de los ayuntamientos. Se han jurado las «constituciones» de 1714 (sea eso lo que fuere), se ha jurado «por imperativo legal» (o sea, sin lealtad), se ha jurado contra los estatutos de autonomía. ¿Alguien se imagina el espectáculo si el Jefe del Estado comulgase con alguno de tantos caóticos partidos?