Opinión
País de procesiones
Un exilio ya de seis años permite contemplar la tierra que te vio nacer desde otras perspectivas. Se percibe lo entrañable, lo bello e incluso lo sublime y se reflexiona sobre la realidad histórica con los ojos abiertos. Se llega así a la conclusión de que España es, entre otras cosas, un país de procesiones. No uno cualquiera. A lo largo de los siglos, la tradición procesional de España se ha caracterizado siempre porque el evento sirve para señalar quienes mandan ideológicamente, a qué ceremonias hay que someterse, lo prudente que es callarse y la que le puede caer al disidente.
Da lo mismo, con el correr de los tiempos, que lleven en las carrozas a santos y vírgenes o a lesbianas y travestis. ¡Ay del que no se incline ante los símbolos! ¡Ay del que no participe, siquiera fingidamente, en el entusiasmo! ¡Ay del que se atreva a decir algo! Porque al final, salvo que se quiera ser carne de hoguera, lo sensato es no disentir y hacer como que sí. Basta leer la literatura del Siglo de Oro para El faro País de procesiones César Vidal darse cuenta de que, por ejemplo, a Cervantes le repugnaban semejantes manifestaciones de gregarismo colectivo –los inquisidores que leyeron su Quijote se percataron– pero procuraba dejar sus opiniones entre líneas o envolverlas en ternura para no sufrir la suerte de Juan de Valdés, Casiodoro de Reina, Cipriano de Valera u otros ilustres exiliados de su misma época.
Cervantes había intentado infructuosamente pasar a las Indias y luego había vivido demasiados años fuera de España como para querer repetir la experiencia. Lo mismo sucede hoy con esa procesión de la época que tiene lugar el día del orgullo gay. Los alcaldes conservadores cuelgan la bandera del arco iris en los ayuntamientos, las políticas de cuota llaman «maricón» a un juez homosexual, pero sólo cuando comen en un privado con policías corruptos y la gente del mundo del espectáculo echa pestes de la mafia rosa en privado, pero luego, cuando se convoca la procesión, todos acuden e inclinan litúrgicamente la cabeza mientras se suceden los pasos.
Respeto estos actos de fe, pero sólo si los fi eles los pagan de su bolsillo y no con fondos públicos y, sobre todo, si no pretenden imponer su ortodoxia sea la que sea. Mientras no se den esas condiciones, España seguirá siendo, en el peor sentido, un país de procesiones.
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