Opinión

La Constitución por montera

Hace una semana, el presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial dirigía sendas cartas a los presidentes del Congreso y del Senado, en las que se recordaba la obligación de proceder a la renovación del CGPJ, órgano de gobierno de los jueces, cuyo mandato de cinco años expiró el 4 de diciembre de 2018. No es el único órgano constitucional cuyo mandato ha finalizado y se encuentra en funciones. Ahí está el Defensor del Pueblo, o, en otro nivel, RTVE. Mas el caso del CGPJ suscita especial preocupación por la naturaleza y función que le confieren tanto el art. 122 CE como la Ley Orgánica del Poder Judicial. La clave de bóveda del Estado social y democrático de Derecho que diseña la Constitución es un Poder Judicial independiente que garantice la efectividad de los derechos y libertades fundamentales y la sujeción de todos al imperio de la ley; por ello, el constituyente, sabedor de la fragilidad de ese Poder Judicial en la España del 78, decidió extraer del ámbito gubernamental aquellas competencias que, directa o indirectamente, más podían incidir en la actuación de los jueces y las encomendó en exclusiva a un órgano creado ex novo a tales efectos, el Consejo General del Poder Judicial. El paso siguiente era asegurar que la composición del órgano respondiera a esa misma garantía de independencia: doce vocales de procedencia judicial elegidos por los propios jueces y ocho no judiciales nombrados por las Cortes Generales. Así lo entendió el constituyente y así se plasmó en la LO 1/1980, de 10 de enero, del Consejo General del Poder Judicial. Todos sabemos lo que sucedió después. El resultado de la elección directa de los vocales judiciales, en 1981, no fue del agrado del Gobierno de turno que, tras numerosos enfrentamientos, modificó en 1985 el sistema de elección, atribuyendo la designación de los veinte miembros a las Cortes Generales. El Tribunal Constitucional, en su sentencia 108/1986, de 26 de julio, advertía del riesgo de que las Cámaras actuasen conforme a la lógica del Estado de partidos y trasladasen al CGPJ la lucha de poder propia del ámbito parlamentario pero de la que debía quedar al margen el Poder Judicial. El riesgo se convirtió en certeza.

La realidad ha demostrado que, al menos en apariencia, los partidos políticos, elemento clave en una democracia representativa como la nuestra (art. 6 CE), han intentado, en palabras de los profesores Alejandro Nieto y Francesc de Carreras, eliminar la división de poderes y «colonizar» la institución, en un proceso que, lejos de limitarse al CGPJ, se extiende a todos los órganos constitucionalmente independientes que ejercen funciones de control y consulta. Es más, tras un tímido avance, conseguido en el seno del Pacto de Estado por la Justicia de 2001, que introdujo un sistema mixto, apenas doce años después, la LO 4/2013, de 28 de junio, recuperó el monopolio de la elección para las Cámaras.

Un sistema de elección en que los vocales sean elegidos a propuesta de una u otra formación política va a generar siempre la duda de si la persona designada, por honesta, cualificada y profesional que sea, no actuará como mera correa de transmisión del partido que le propuso. Y esa duda ha terminado afectando a todo el órgano constitucional y, por extensión, a la imagen de la Justicia. La consecuencia es una sombra de politización que provoca una progresiva pérdida de confianza de los ciudadanos en su Justicia. En sus jueces. Por eso la Asociación Profesional de la Magistratura, asociación mayoritaria de la carrera judicial, ha defendido desde su constitución en 1980 la elección directa de los vocales judiciales por los propios jueces, de forma que, a través de listas abiertas, cada uno pueda seleccionar a los doce compañeros que mejor defiendan el modelo de juez constitucional. Ahora bien, esta fórmula, recuperada vía enmienda por el Senado con ocasión de la tramitación de la reforma de la LOPJ, fue rechazada por el Congreso de los Diputados el pasado 20 de diciembre por la misma mayoría parlamentaria nacida en las últimas elecciones, por lo que resulta ilusorio que se pueda materializar a corto o medio plazo. En la tesitura de optar entre descartar la renovación del CGPJ mientras no cambie el sistema de elección o cumplir el mandato constitucional de renovar el órgano por haber transcurrido el plazo, se considera más urgente proceder a la inmediata renovación.

Abocar al órgano a una prolongación indefinida de sus funciones, con el obvio declive y pérdida de autoridad de la institución, de por sí cuestionada, dañando su legitimidad de origen y de ejercicio, equivaldría a dar el golpe definitivo a un órgano creado, no lo olvidemos, para velar por la independencia de los jueces, único mecanismo con el que contamos para garantizar nuestro Estado de Derecho y nuestra democracia. Y no se diga que la parálisis parlamentaria o la ausencia de Gobierno –existente, aunque sea en funciones– impiden la renovación. La obligación de renovar incumbe a las Cortes Generales porque así lo ordena la Constitución. Igual que es inimaginable que, vencido el plazo de cuatro años, no se disuelva el Parlamento y se convoquen elecciones, cuando así lo establece el art. 68 CE, tampoco es opinable que, culminado el mandato de cinco años, los diputados y senadores deben cumplir con su deber y renovar la institución. La pasividad, en este caso, no admite otra interpretación que la inversión del orden de prioridades y el desinterés, por no decir temerario desprecio, por el funcionamiento de la Justicia y de las garantías constitucionales, comenzando por quienes, como presidentes de las Cámaras, son destinatarios directos del mandato constitucional, y, por ende, responsables de su incumplimiento. Quizá sea la hora de pensar si el desprecio a las normas constitucionales no debería tener su sanción más allá de la puramente electoral.