Opinión
Mi Quinta Avenida
Armstrong, Aldrin Y Collins. Hace cincuenta años, en nombre de la humanidad, los tres astronautas norteamericanos del Apolo XI llegaron a la luna. Golpe al mito. Bofetada a los poetas. La luna ya era de todos y no de unos pocos. Julio Verne y Hergé superados. La luna, síntesis del amor y los sueños. Reina de las melancolías. Protagonista de los cinco últimos versos de la Melancolía del Desaparecer de Agustín de Foxá. «Y pensar que no puedo en mi egoísmo/ llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja./ Que he de marchar yo sólo hacia el abismo,/ y que la luna brillará lo mismo/ y ya no la veré desde mi caja». Noches de verano con luna llena, noches de invierno con la luna escondida, noche de lobos.
En mi casa, todos reunidos ante la televisión. Noche de verano en los alrededores de Madrid. El debate paleto crece en la ciudad. «Esto ha sido un montaje». Todavía una asnal diputada socialista se mantiene en sus trece. Massiel prepara su boda con Recatero y no considera de interés el alunizaje. Los de la cáscara amarga deploran que hayan sido los Estados Unidos los vencedores del torneo lunar. Calor en Madrid y todos esperando el viaje a San Sebastián. Pocos días más tarde, en el donostiarra muelle de pescadores también se discute. – Prudenshio, mentira de las gordas. Ni luna ni leches-.
Vuelta a Madrid. Pocos años antes, don Santiago Amón, profesor y maestro en todas las materias, nos explicaba a sus alumnos de Preu Letras en el Alameda de Osuna, que la Gran Vía de Madrid, todavía denominada Avenida de José Antonio, era la más neoyorquina de la Capital de España. Más chata, una Quinta Avenida resumida, con aires y estética de Nueva York. Muy próximo a ella, en la calle de San Roque, perpendicular a la calle del Pez, se alzaba el destartalado edificio del diario vespertino «Informaciones», en el que yo me formaba de saberes y detalles periodísticos que no me han servido para nada en la vida. Era por diciembre, creo, cuando por la Quinta Avenida de Madrid, por la Gran Vía, en unos flamantes «Cadillac» descapotables, pasaban los tres cosmonautas, los tres héroes, Gran Vía hacia abajo, para tomar el tramo de Alcalá con llegada vaya usted a saber. Acudí a darles la bienvenida y romperme las manos a su paso. Y por ahí pasaron. Armstrong, el más americano de los tres, principal protagonista, un Aldrin más tímido, y un Collins al que la muchedumbre apenas le dedicó atención. A mi lado, una mujer de muy complicado acceso anímico, les gritó: -¡ Comediantes, que eso es lo que sois, unos comediantes!-. Un policía municipal, con su flamante orinal blanco y ovalado y su barbuquejo, uno de los conocidos y queridos «guardias de la porra», le aconsejó a la incrédula algo más de cortesía. «Pero, ¿acaso no los ve usted, señor guardia? ¡Qué trío de sinvergüenzas!».
También se movían por ahí, José Luis Martín Prieto y Félix Pacho, que intentaban darle valor a la misión del Apolo XI a un ciudadano gris y malencarado que ponía en solfa la epopeya lunar. –Si yo no digo que sea mentira, lo que digo, y lo sostengo, es que con tanto dinero y tantos científicos, llegar a la luna con el espacio para ellos solitos, no es tan difícil. Ya los quisiera ver saliendo el 31 de julio de Madrid hacia Benidorm. Eso sí que tiene mérito-.
Creo que son doce los astronautas que han pisado la piel de la luna. En los futuros viajes a Marte, la luna será estación de abastecimiento y transbordo. Pero ningún poeta volverá a mirarla y amarla como ha sido mirada, amada y escrita. Los poetas no reparan en las estaciones de transbordo, faltaría más. Considero que a mi edad,- tengo dos años menos que Massiel-, debo reconocer que he vivido en los tiempos justos del hombre, y que voy a librarme de ser invitado en el futuro a pasar un fin de semana en Marte, destino que me inspira una profunda pereza. Tanta pereza como alquilar un bungalow en la luna y perder toda la fantasía que aún me resta para seguir disfrutándola con pasmo cada vez que la veo y la recuerdo.
No puedo olvidar a mi querido Jesús Hermida, corresponsal entonces de TVE en Nueva York. Jesús demostró que se podía ser corresponsal en los Estados Unidos sin hablar ni patata de inglés. Retransmitió el lanzamiento del Apolo XI desde Cabo Cañaveral, y se oía de fondo la voz de un locutor americano que aportaba toda suerte de datos y detalles. Dada la dificultad de la traducción, Hermida suplió los fríos datos con alaridos de ánimo. -¡Allá van! ¡Ya suben! ¡Suerte, Armstrong, suerte Aldrin, suerte Collins! ¡Hacia arriba van!» ¡En nombre de España, suerte y suerte!». Cuando el Apolo XI era un puntito en el cielo presto a desaparecer, dieron paso a la publicidad. «Reloj Duward, reloj perfecto».
Pero nadie me robará, ni el recuerdo de la luna ni la emoción en la memoria de mi Quinta Avenida.
✕
Accede a tu cuenta para comentar