Opinión
Cuneros y otras especies
Hace años visité la geografía de mis raíces paternas, los pueblos segovianos de Santo Domingo de Pirón y Sotosalbos. Me invitó un pariente lejano de mi padre, alcalde, creo recordar, de Santo Domingo de Pirón y el motivo fue la inauguración del nuevo ayuntamiento. Aproveché la ocasión para recorrer esos pueblos y en otro viaje visité los cementerios, bien poblados de lápidas en las que lucía mi apellido.
Tenía casi olvidado todo aquello cuando salta a la actualidad Sotosalbos. Supongo que conocen la razón: en las últimas elecciones un candidato por Vitoria al Senado estaba llamado a ejercer de portavoz de su partido en esa Cámara, pero las urnas le ignoraron: el partido quedaba sin su portavocía senatorial, él sin escaño y en paro, al menos político. Y su partido no ha tenido mejor idea que empadronarle en Sotosalbos, para lo que el Parlamento castellano leonés le ha designado directamente senador. Y senador que es sin pasar por las muy desagradecidas urnas.
Como saben, es cunero el candidato que concurre en unas elecciones por una circunscripción, provincia o localidad que le es ajena, algo que tiene el tufo del mangoneo partitocrático, del aprovecharse de las listas cerradas y bloqueadas que preside nuestro sistema de partidos. El cunerismo es irrespetuoso con los electores y con la idea de representación, es poco presentable y menos aún en el Senado, Cámara de representación territorial, lo que presupone que si Castilla y León manda –ojo, sin pasar por las urnas– a un senador debería ser por su raigambre castellana. En mi caso y pese a mis raíces, no voy por la vida ejerciendo de segoviano –no sabría decir en qué consiste– y eso que, al menos, la presencia de mi apellido por aquellas tierras me daría alguna credibilidad.
Esto no es nuevo y no sólo porque lo practiquen otros partidos –otro apunte más a la larga lista de cuestiones que penden de regeneración en la política– sino porque es práctica en otros ámbitos. Por ejemplo, durante años al renovarse el Consejo General del Poder Judicial se practicaba una suerte de cunerismo judicial cuando dentro del cupo de jueces –doce de veinte– los partidos proponían para vocales judiciales a jueces no preseleccionados por sus compañeros, por no queridos, y los presentaban en el turno de juristas –los otros ochos de veinte–, treta que servía para designar al favorito del partido pero poco estimado por sus iguales.
Pero si hay que hablar de escándalo es en Navarra. Allí no ha habido cuneros en sentido estricto sino algo más perverso: unas fuerzas parlamentarias de raíz vasca, no mayoritarias en Navarra, alzadas en mayoría gracias a la aritmética parlamentaria con el objetivo de entregar ese territorio a la Comunidad vasca. El asunto causa un especial desasosiego al responder a la idea de construcción de la nación vasca.
Me han venido a la cabeza mis primeras andanzas en eso de involucrarme en asuntos públicos. En mis primeros años universitarios me relacioné con grupos de navarros en Madrid, me invitaban a las javieradas de Nuevo Baztán –no llegué a ir a ninguna– y palpé su inquietud por la apetencia del nacionalismo vasco por Navarra. Recuerdo que entre aquellos navarros de Madrid había un abogado que tenía un cuadro alegórico del anexionismo vasco: representaba una rapaz maligna que desde un territorio oscuro, lleno de fuego y sangre –las Vascongadas– dirigía sus garras hacia Navarra.
Alegorías aparte, Navarra es imprescindible para que el País Vasco abandone su nimiedad territorial. En el camino hacia la independencia, el nacionalismo vasco concibe a Navarra como su espacio vital o «lebensraum», busca su anexión o «anschluss» y no empleará la guerra relámpago de conquista o «blitzkrieg» sino su progresiva euskaldunización.
Viví el desasosiego que en aquellos años –1978 y 1979– suponía la disposición transitoria cuarta de la Constitución, que prevé la eventual incorporación de Navarra al País Vasco, lo que rechazaron los navarros. Ahora esa previsión constitucional, aletargada durante cuarenta años, puede activarse gracias a un partido nacional –el deseado por los más indeseables partidos– ejerciente de Chamberlain, centro habitual de las más variadas desgracias de nuestra historia contemporánea y que con tal de gobernar ya catalaniza Valencia o Baleares y ahora euskaldunizará Navarra.
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