Opinión

Política suspensiva

¿Podemos ante todo lo visto y lo no visto, lo oído y no oído suponer que el arte de la política llegue a parecer algo serio? Tal vez forme parte de un juego o de aquellos artículos de humor que nos ofrecían los mayores en nuestra infancia para distraer los entonces tan abundantes, aunque necesarios aburrimientos. Porque hemos introducido en este país una nueva metodología política, suspensiva, en diversos órdenes, derivada del suspense, término procedente del espectáculo y también del ámbito jurídico y hasta educativo. La infeliz mezcla tiende a lograr que los escasos españoles que todavía siguen el inexplicable y azaroso proceso (del reciente martes 19 de septiembre de 2019 y su postre, del 20, ya en sede parlamentaria) deseen manifestar su desconcierto. ¿Cabría entenderlo como menos tragicómico que el británico Brexit? Me temo que no, porque en todas partes cuecen habas. La formación de un gobierno por escasas horas se iluminó con rayos de esperanza. Un equívoco movimiento de Ciudadanos, mientras el Rey iba tomando sus notas, provocaron un maremágnum de apresuradas idas y venidas. Nuestros políticos tomaron conciencia de que un nuevo escenario electoral podía no serles propicio y alentaron los ya muy escasos entusiasmos que descubrieron en el fondo de sus exhaustos pozos. Todo ello confirma cuánta razón tenían aquellas encuestas de antaño en las que se observaba que uno de las mayores preocupaciones, al margen del endémico paro, era el de la clase política, distraída por entonces en corrupciones y trapicheos. No es del todo cierto que España no tuviera, con altibajos, experiencias en alianzas y pactos de toda índole en el siglo XIX y parte del XX con partidos a menudo hasta irreconciliables. Un claro destino poco incierto nos llevó al ámbito de los turnantes, alta política que justificaría otra, subterránea, obrerista y revolucionaria. En el exterior, el país se mostró incluso imperial, con las migajas que le otorgó otra Europa en África, porque las últimas colonias se perdieron al filo del Novecientos, en otro mundo e imperio dominante que empezaría también a resquebrajarse tras la I Guerra, el Británico.

Pero tal vez el visible caos político hoy reinante en casa, repleto de incógnitas, se deba a la fracturación de los dos grandes partidos, que no bloques, y hasta de ideologías enmascaradas por la administración práctica, salvo los siempre admirables nacionalismos, fieles a sí mismos, aunque ahora también desunidos. Incluso Izquierda Unida, antes Partido Comunista de España, se vio obligada a refugiarse bajo las faldas del inicial impulso de Podemos, todavía incógnito, salvo en algunas zonas de poder de menor entidad. En todo este largo proceso hasta el pasado lunes, apenas se avanzó y los «en funciones» han seguido maniatados en una yerma controversia que no conducía a parte alguna. Hay quienes optan por cerrar los asuntos a última hora para que queden bien macerados y hasta malolientes. Son partidarios de aquello de que el tiempo lo cura todo, pero resulta una falacia. Nunca tuvieron mucho predicamento nuestros estudiantes en hincar los codos, sino salirse por la tangente con golpes de suerte, porque no dedicamos suficiente esfuerzo a la cultura, ni nuestros ejemplos éticos se ofrecen como modelos. Siempre elegimos el dramatismo y no distinguimos entre el ser listo y pasarse de listo. En esta ocasión los líderes han tenido en vilo a una población distraída, que no se la merecen. Hemos sobrepasado todos los límites y este final apresurado es más tragicomedia o comedia bufa. Siempre hay tiempo, hasta el último segundo, hemos oído repetir muy a menudo. Pero las prisas acaban mal y un país que se precia no merece tantos experimentos, alguno de ellos con mera gaseosa.

Las trifulcas se han mantenido en el ámbito parlamentario y la representación del pueblo español ha venido a demostrar que no sabe o puede representarlo. Volveremos a las urnas con más desengaño –característica de nuestra formación– y escaso entusiasmo. El prodigio consiste que parte de una parte regresará a las urnas tal vez para reiterar o modificar lo que ya expusieron: ganas de cambio. En ello nos movemos casi siempre. Pero ahora vendrá a ser más difícil, porque a los encuestadores les preocupará el índice de abstención que perjudica no a uno u otro grupo de partidos, sino a la política, al sistema de partidos, a la democracia. Lo que desde hace ya algún tiempo a nuestros representantes les obsesiona es cómo elaborar un relato que pueda justificarles ante propios y ajenos. Todo pasa, pues, a convertirse en algo semejante a la literatura, a una ficción más o menos convincente. Construir un relato para defender un modelo de país o aún menos, no parece lo idóneo. Afrontar lo irremediable es un riesgo que no hubiéramos debido correr sin gobierno coherente. Las elecciones son, en parte, un azar, lo imprevisible o lo hasta cierto punto previsible. Pero resulta lo único que los políticos, dícense que serios, acaban de ofrecernos. De modo que, incluso tapándose la nariz: «A votar». Otra nueva fiesta de la Democracia indómita. Gracias por todo ello.