Opinión
Ayotzinapa no pierde la fe: “Seguimos con la esperanza de encontrarlos con vida”
En el lugar más privilegiado de la escuela, el centro de la cancha cubierta, hay varios pupitres vacíos. Nadie puede sentarse en ellos, ni siquiera tocarlos, porque hace cinco años que esperan a sus legítimos dueños. Son las sillas de los 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos, que las nuevas generaciones custodian como un santuario para mantener viva su memoria y que el gobierno no deje de buscarlos.
En la Escuela Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa todo evoca a los compañeros ausentes. Hay pancartas con sus caras y mensajes por todo el recinto que se resumen en dos frases: “Fue el estado” y “vivos se los llevaron, vivos los queremos”. Un lustro después, la vida en esta escuela situada en la sierra de Guerrero, uno de los estados más pobres de México, sigue marcada a fuego por los sucesos de la noche del 26 de septiembre de 2014 en la cercana ciudad de Iguala, donde la policía abrió fuego contra los normalistas antes de meterlos en las patrullas y llevárselos. Desde ese momento no se les ha vuelto a ver, no hay certezas sobre su paradero ni tampoco se sabe qué ocurrió realmente con ellos.
“Esas sillas son sagradas para nosotros”, dice Kevin Eduardo Pérez Mateos, 25 años, estudiante de quinto semestre en Ayotzinapa mientras las señala. “Simbolizan a los 43 compañeros faltantes y representan dolor, lágrimas y un futuro incierto, aunque nosotros tenemos la esperanza de encontrarlos con vida”, afirma el alumno, que como el resto de sus compañeros nunca conoció a los desaparecidos ni a su generación porque ingresaron mucho después a la Normal.
Poco importa. La reivindicación permanente y la exigencia de justicia es continua en la escuela, quizá la asignatura más importante del temario que les convertirá en maestros rurales, esos que llegan a las comunidades más pobres y apartadas del país. “Vemos a los padres que después de cinco años no han desistido, ¿por qué nosotros como normalistas desistiríamos, independientemente de que no los hayamos conocido?”, se preguna Jorge Sánchez de 18 años, que ingresó hace pocas semanas.
Las Escuelas Normales Rurales son uno de los últimos vestigios de la Revolución Mexicana de 1910. Sus alumnos son hijos de campesinos pobres, que no pueden permitirse otra escuela pública o privada. Allí les dan techo, comida y educación. Fueron concebidas como un mecanismo de movilidad social para los trabajadores del campo, pero sus atribuciones se han reducido con el paso de las décadas. Actualmente se dedican a entrenar a maestros rurales y mantienen una formación política revolucionaria.
Desde el día siguiente a la desaparición de los 43 alumnos, la Normal de Ayotzinapa se convirtió en mucho más que una escuela. Los padres de los alumnos procedentes de comunidades más alejadas o de otros estados se trasladaron de inmediato y muchos viven aquí desde entonces. La escuela funciona como internado y les cede habitaciones. Desde Ayotzinapa coordinan toda su actividad y los continuos viajes a Ciudad de México y a otros estados para acudir a marchas, mítines y reuniones con autoridades. Una vida dedicada en exclusiva a buscar a los jóvenes que pueden permitirse por el apoyo de varias organizaciones que les financian.
En este proceso los nuevos alumnos juegan un papel importante. Conviven diariamente con los padres y según cuenta Kevin Mateos “los acompañamos, no los dejamos solos, hablamos con ellos y les sacamos una sonrisa para que no siempre estén tristes”. “Si les arrancas una sonrisa no se olvidan pero se les quita un poco el estrés, las preocupaciones que demoran.” dice el futuro maestro. Dentro de esta lógica de hermandad que se transmite en la escuela los alumnos y padres son familia. Los compañeros son hermanos y por ende los padres de los ausentes son tíos y así se dirigen a ellos: “El tío Melitón”, “la tía Cristina” a quienes “se les da un cobijo como si fueran también nuestros padres”, explica Mateos.
Los alumnos acompañan a los padres pero también forman parte activa del movimiento para que se avance en la investigación. De hecho son el colectivo que mantiene la posición más radical y combativa, además de mucho recelo hacia el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, a pesar de que se ha mostrado cercano a las familias y ha marcado como una prioridad resolver el caso Iguala. “Este nuevo gobierno arroja muchas expectativas sobre los padres, pero nosotros los normalistas no estamos tan tranquilos” porque “que te firmen un papel y te digan cosas que suenen bonito es una parte, pero necesitamos ver algo más contundente” señala Kevin.
“Nuestra escuela siempre se ha caracterizado por ser una escuela de lucha que nunca se conforma con lo que le da el gobierno, nunca se calla ante las injusticias del poder,” dice su compañero Mario Pérez Castañeda, también de primer año. “Para mí lo de los 43 es la gota que colmó el vaso porque ha habido más represiones, aunque la más sonada ha sido ésta. Anteriormente hubo más muertos.” Le apoya Jorge Sánchez, que recuerda el historial luctuoso en la Normal: “Tenemos 10 muertos en esta escuela”. La noche de los ataques en Iguala fallecieron tres normalistas (además de otros tres civiles) y el resto fue asesinado en varios ataques desde el año 2008.
La desconfianza está justificada si se atiende al avance del caso, que se está derrumbando en los tribunales. Las malas prácticas ejercidas por la antigua Procuraduría General de la República (PGR) que llevó a cabo las investigaciones desde un principio ha acabado con la liberación de la mayoría de los acusados. En las últimas semanas han salido de prisión figuras clave en la investigación como Gildardo López Astudillo, El Gil, presunto líder del grupo criminal Guerreros Unidos y señalado por su papel determinante en la desaparición, al igual que una veintena de policías municipales de Iguala. La nueva fiscalía del presidente López Obrador también ha sido cuestionada por no presentar pruebas actualizadas que impidiesen las últimas liberaciones. Como resultado, más de 70 acusados ya están en la calle de un total de 142.
A pesar de todo, el caso no está muerto, según Ángela Buitrago, investigadora del grupo de expertos independiente enviado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que se acaba de reincorporar a las pesquisas. “Muchas pruebas no van a servir, será más difícil, pero el proceso sigue adelante”, dice esta abogada colombiana que con su investigación tiró abajo la conocida como “verdad histórica” con la que el anterior gobierno de Enrique Peña Nieto trató de zanjar el caso y que se ha demostrado falsa. El relato decía que los estudiantes habían sido entregados por la policía a un grupo criminal que los incineró en el basurero de Cocula a unos 20 km de Iguala y luego tiró los huesos a un río. Tanto Naciones Unidas como la propia justicia mexicana concluyeron que la investigación fue deficiente, en base a las investigaciones de los expertos independientes.
Tras convertirse en presidente, López Obrador creó una Comisión de la Verdad que ahora, en el quinto aniversario de los hechos, ha presentado los primeros resultados. Un rayo de esperanza para los padres tras años de estancamiento y mentiras oficiales. Esta semana las autoridades han empezado a excavar en un punto del estado de Guerrero, inexplorado hasta el momento, el basurero de Tepecoacuilco, también próximo a Iguala pero diferente al mencionado en la “verdad histórica”.
Junto a los 43 pupitres naranjas Mario lamenta estos cinco años sin ver a sus “hermanos”. “Sentimos rabia, coraje, no sabemos nada, dónde están, si están bien, pero seguimos con esa esperanza de encontrarlos con vida.”
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