Opinión
El día de Leonor
Aunque un meteorito se estrelle sobre nuetras cabezas teledirigido por un CDR alienígena, hay días, hoy es uno de ellos, en los que la puesta en escena y las palabras de los que nos representan caen como bálsamo en lugar de los ansióliticos de receta médica que urgen cuando se ven las calles ardiendo en una bacanal pija. El único que fue capaz de aclarar el hígado turbio en los días chachipirulis de los rebeldes fue el Rey. He aquí un ciudadano agradecido por aquel discurso que pronunciaba mientras los políticos, entonces Rajoy a la cabeza, pero no solo él, se atusaban las barbas, tan de moda, a la espera de un masaje craneal de infeliz final. Irresponsables. Mereció por ello que lo colgaran boca abajo, quemaran sus fotos y que de las calles de Barcelona retiraran las referencias monárquicas, como si la historia fuera un adoquín y el político un aprendiz de paleta sin palaustre. En Oviedo se estrena Doña Leonor, llamada a ser Reina de España si el destino cambia el rumbo de guillotina hacia donde la dirigen los astros. No sé hasta qué punto la mente de la pequeña alcanza a conocer la trascendencia del gesto, la liturgia democrática en la que comulgaremos muchos españoles como aprendices de santos. Unos encontrarán la paz de un retiro espiritual al ver que por el momento la alta representación del Estado no quedará en manos de inoperantes y ociosos de restaurantes de moda, y otros aletearán las alas del maquillaje «couché» absortos con la belleza y el color de su vestido. El Rey deposita en su hija la palabra que nunca regatea. Cuando se dice que los tiempos están cambiando significa que ya nos ha dejado atrás. Leonor es una niña en el momento en que se agranda la pandilla de los compañeros del colegio. Puede que esté nerviosa, pero no menos que los que la seguiremos de cerca.
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