Opinión

Un debate muy tertulianesco

A mí, que me gustan los debates en campaña más que comer con los dedos, llegué al de ayer con la sensación del que hace las cosas por rutina, casi por obligación. Como cuando quedas con el chico que te gusta porque es lo que toca y no has sabido decirle que no, pero en realidad a ti lo que te apetece es estar meneando el esqueleto con tus amigas. Pero aún así, vas. ¿Por qué? Pues mira, no lo sé. Porque me gustan los debates hasta cuando no me gustan. Hay quien fuma y yo no le digo nada.

Esa era mi actitud, como os decía: Hastiada, tediosa, dispuesta al bostezo fácil. Pero entonces empezaron a llegar los candidatos y María Casado los recibía a porta gayola, sujetándoles la cara con las dos manos, como si en vez de la presidenta de la Academia de las Ciencias y las Artes de la Televisión fuera su tia abuela y llegaran de visita por primera vez en mucho tiempo. Casi podía escuchar el “esmuac” de los besos húmedos en las mejillas de mi infancia, cuando mi propia tia abuela, no María Casado, nos besaba a mis primos y a mí al llegar a su casa y nos decía cuántas ganas tenía de vernos y que nos portásemos bien. Y eso me animó, porque un aperitivo así solo podía anticipar algo bueno. Y así fue.

El debate, que yo preveía encorsetado y mitinero, fue por momentos bronco y casi tertulianesco (si no existe esta palabra, debería). Aunque previsible en el fondo, insólito en las formas. Adoro el momento, ya clásico, en el que Rivera empieza a sacar artilugios y complementos, como si fuese la Barbie Elecciones o el vendedor ambulante de Top Secret. “Souvenirs, novedades, artículos de coña”. Medio debate estuve esparando a que Rivera dijese algo parecido y a que Iglesias le indicase, recogiendo algo del suelo, que se le había caído un zurullo de coña. “¿Zurullo? No trabajo ese artículo”. Ese no, pero el adoquín made in Catalonia lo tenía recién sacadito del horno.

Lo más destacable, por sorprendente, fueron los enfrentamientos entre Casado y Rivera, a cuenta de la corrupción, primero, y de Cataluña, después. En varias ocasiones el segundo le atacó directamente y el candidato del PP, como una madre comprensiva ante la rabieta de un niño chico que no gestiona sus emociones, le amonestaba, casi cariñosamente por momentos, recordándole sin decirlo que un pacto sería algo natural entre ellos llegado el caso y que no se pasara de frenada, que no está en condiciones de volar solo. “No se equivoque de adversario”, le advertía con una media sonrisa. Parecía que Rivera, desorientado y confuso, atizase a diestro y siniestro sin importarle a que bando zurraba o si estaba más o menos de acuerdo. Supervitaminado y mineralizado, puesto que las encuestas le sitúan en caída libre, daba la sensación de darle lo mismo ocho que ochenta y que, incluso él mismo, tuviese la sensación de que podría ser su último debate. 

Sánchez a lo suyo. Lo hemos hecho bien, lo hemos hecho muy bien, y lo que hemos hecho mal es porque los demás no nos han dejado hacerlo bien. Porque son muy malos. No como nosotros. Cada una de sus intervenciones era un frenazo en seco al ritmo y al tema. Como cuando andas por la calle lloviendo y pasas por debajo de un balcón. Ni siquiera hizo caso a los “dime que me quieres” contínuos de Iglesias, que aprovechaba cada bloque para tratar de poner a Sánchez contra las cuerdas y que se comprometiese a no pactar con el PP (qué turra con la gran alianza bipartidista) y, por supuesto, a hacerlo con la formación morada. A cada “tú y yo juntos haríamos grandes cosas” de Iglesias venía una cobra de Sánchez. A cada “le has puesto ojitos a Casado” del de Podemos, Sánchez se marcaba una chicuelina. “Que me quieras te digo” gritaba Iglesias sin decirlo y Sánchez, a otra cosa, con un “no eres tú, soy yo” callado, un “necesito tiempo y espacio, mereces algo mejor, creo que necesitamos ver a otra gente”. Casi me dieron ganas de abrazar a Iglesias, llevármelo al baño de señoras, prestarle mi lápiz de labios y decirle, secándole las lágrimas y arreglándole la coleta “ponte guapa y sal ahí, que esto está lleno de hombres y ese tonto no te merece”. Iglesias anoche era muy Chenoa y Sánchez muy Bisbal. 

Abascal, a lo suyo. Yo aquí he venido a hablar de mi libro y ya sé quién me lo va a comprar. Y los demás, a mí plin. En realidad fue un debate casi enfocado desde todos los atriles a fidelizar a los suyos, a no perder votos, más que a convencer a los indecisos.

Curiosísimo, por cierto, lo parecidos que son los extremos. Pablo Iglesias y Santiago Abascal se comportaron exactamente igual, como gemelos (ejem, igual no tanto) separados al nacer. Como dos asustaviejas, se dedicaron a profetizarnos en la puerta de nuestra casa la llegada del armagedon, uno ad hoc para cada parroquia, para luego presentarse ante nosotros como el Bruce Willis que nos salvará de todos los males. Para unos son los inmigrantes, los separatistas, los corruptos. Para otros, el heteropatriarcado, el fascismo, la precariedad. Pablo Abascal y Santiago Iglesias, tan iguales en extremos opuestos que, si se siguen alejando, van a dar la vuelta completa y acabarán besándose. 

Pese a lo bien que me lo pasé, no puedo dar un vencedor claro, si es que un debate puede ganarlo alguien. Los que mejor debatieron fueron, en mi opinión, Iglesias y Abascal. Sánchez no arriesgó. Casado estuvo mejor de lo que me esperaba y Rivera, en su linea showman, animó el cotarro.

Casado me sorprendió para bien. Estuvo seguro, no evitó el enfrentamiento en ningún momento, debatió y dialogó, capeó los envites con cierta solvencia. Incluso cuando le sacaron el tema de los sobres (le regaló el chascarrillo a Iglesias) o le volvieron a insistir con que Cayetana Álvarez de Toledo no rectificó y, por lo tanto, debía hacerlo él. Espero que Iglesias no durmiera en el sofá anoche al no conseguir para su moza el desagravio. ¿No sería un poco machista esta actitud de intentar lograr él hablando con otro hombre lo que no pudo conseguir Montero en el anterior debate? Dejo aquí la pregunta.

Rivera estuvo tal y como esperaba, como un niño hiperactivo lanzando papelitos en clase porque no puede estar quieto en su sitio. Nombró a toda su familia, supongo que para resultar cercano, y creo estar en disposición de realizar de cabeza su árbol genealógico, animales de compañía incluídos.

Abascal e Iglesias me parecieron dos clones, la misma foto en distinto color. Declamaron para su público, para fidelizarlos con lo que querían escuchar. Abascal igualando a los menas con delincuentes e Iglesias comparando al bando republicano con los judios y al nacional con los nazis fueron dos de los momentos más bochornosos del debate por populistas y embaucadores. 

Sánchez fue con actitud de guapa de la clase que se sabe pretendida pero no quiere que la llamen golfa. Y de ahí no se movió. No entró demasiado al trapo, pese a que todos, por una cosa o por otra, estaban allí contra él. Incluso Iglesias traía de casa su cortejo plagadito de reproches, como una novia despechada pero dispuesta a dar una segunda oportunidad porque este amor es para siempre. Buen intento el suyo de lanzar el órdago de que, en caso de un nuevo bloqueo más que previsible, todos los partidos se comprometiesen a dejar gobernar con su abstención a la lista más votada. Él, con las encuestas de cara aunque por los pelos y los números que no dan, quería salir ya del debate subido, de manera metafórica, en el Falcon de sus amores. Pero todos se hicieron los suecos.

Después de lo de anoche, tengo la sensación de que esto solo lo podríamos desbloquear si pudiésemos votar con el sistema Gran Hermano: nominando con tres, dos y un punto a aquellos que queremos que abandonen la casa para siempre.